viernes, 9 de septiembre de 2011

Alba obrak (2 de 2)

A partir del momento en el que asesinan a su mujer, Wallace jura consagrar su vida a vengarse del inglés y se lanza de nuevo a los bosques. A la cabeza de su banda de forajidos, las incursiones que antes consistían en simples robos de comida y armas se han transformado en auténticas expediciones de castigo en las que guarniciones enteras son pasadas a cuchillo.
La leyenda de Wallace vuela de aldea en aldea, de pueblo en pueblo. Su ejército es cada vez más grande y empieza a convertirse en un problema realmente importante para Eduardo I.

Eduardo I
El rey de Inglaterra, harto ya de los desmanes provocados por aquel escocés, convoca un ejército para enfrentarse a su horda de bandidos. Pero Eduardo no ha sido el único en entender que el destino de Escocia descansa sobre los hombros de Wallace.
Robert de Bruce, el antiguo señor de su padre, empieza a aunar fuerzas con William mientras que en el norte Andrew de Moray convoca a un auténtico ejército de highlanders. Las tropas escocesas se encuentran con las inglesas en Stirling.

En el campo de batalla se colocan en formación unos 25.000 soldados ingleses, con la caballería pesada entre ellos. Del otro lado, 10.000 escoceses pobremente armados y mal disciplinados se alzan para hacerles frente.
Un río parte en dos el campo de batalla y un único puente permite cruzarlo sin peligro; un puente largo y estrecho que los escoceses no están dispuestos a cruzar. Las tropas de Wallace empiezan a provocar al comandante inglés, quien pica el anzuelo y ordena a sus hombres que empiecen a cruzar el puente. Al fin y al cabo, ¿qué podían contra ellos un grupo de escoceses piojosos a los que doblaban en número?
Wallace deja que los ingleses crucen el puente y tomen posiciones frente a su horda. En un momento dado, el ejército inglés carga con su afamada caballería pesada a la cabeza. Los cascos de 500 caballos de gran alzada hacen temblar el suelo, pero los escoceses están preparados para la embestida.
Wallace, como hombre formado que era, había sido instruído en el conocimiento de los clásicos y saca a relucir en esta batalla su genio militar.

La formación de caballería pesada convertía a montura y jinete en un tanque acorazado que se lanzaba sobre el enemigo a una velocidad endiablada... pero tenía un punto débil.
William Wallace recupera para esta ocasión un táctica utilizada por los célebres hoplitas de la Grecia clásica: la formación de puercoespín.
Cuando la caballería pesada ha alcanzado la velocidad de embestida y la vuelta atrás se hace imposible, decenas de lanzas de cuatro metros de longitud se alzan entre las primeras líneas de la infantería escocesa. Los caballos son atacados por el único punto débil en su armadura, el espacio existente entre la coraza y el pectoral. Caen a cientos, ensartados por las lanzas escocesas, y los gritos de los jinetes se entrelazan en el aire con los relinchos lastimeros de sus monturas agonizantes.
Cuando los highlanders terminan de degollar al último inglés, un grito victorioso se alza de entre sus líneas: Alba obrak. Una vez más, Alba obrak.

Puente de Stirling
En este punto de la batalla, el comandante inglés hace avanzar a sus arqueros galeses para que acribillen a la horda highlander desde la distancia pero, a la vista de esa maniobra, la caballería de Andrew de Moray carga por sorpresa sobre el flanco inglés. El ataque desbarata la táctica inglesa y parte en dos el frente de batalla, por lo que el comandante inglés se ve obligado a enviar refuerzos desde el otro lado del río. Ante la granm cantidad de hombres que intentan cruzar por su superficie, el puente colapsa y se viene abajo, arrojando a las aguas del río cientos de soldados que se ahogan bajo el peso de su armadura o son rematados por los escoceses que corren hacia la orilla.
El sol está aún alto en el cielo, los ingleses han sido humillados y el bando highlander apenas ha sufrido bajas. Esta es la primera gran victoria de William Wallace.

Un año después, en 1298, Eduardo I regresa de Francia y se encuentra con la situación de que Wallace ha tomado la ciudad fortificada de York, su principal bastión en el norte de Inglaterra y, por si esto fuera poca afrenta, ha decapitado a su sobrino, a la sazón comandante de la guarnición.
La situación no le hace ninguna gracia al rey inglés, quien emprende una campaña de castigo contra Escocia. Las tropas inglesas atacan ciudades, reducen aldeas a escombros y siembran muerte allá por donde pasan mientras Eduardo se ocupa de sobornar a los nobles highlanders para que le retiren su apoyo a Wallace. Finalmente, ambos bandos vuelven a encontrarse en Falkirk.

La batalla es cruenta. Los highlanders entonan su lema a voz en grito mientras las flechas inglesas surcan el aire oscureciendo el cielo. La caballería inglesa carga sobre las líneas escocesas... y los soldados que deberían proteger a Wallace de la embestida desaparecen. Robert de Bruce y sus nobles más afines han sido comprados bajo el precio de una corona para el primero y tierras en el norte de Inglaterra para los demás.
La caballería pesada hace estragos entre los escoceses de Wallace. La sangre lo anega todo y el aire se llena con los gritos de dolor de los caídos. La infantería termina el trabajo.
Sólo un puñado de escoceses logra salir con vida de aquel fatídico campo de batalla. Entre ellos se encuentra William Wallace quien, lejos de desanimarse por el revés sufrido en aquella tierra de Falkirk, se siente profundamente ofendido por el insulto de los nobles hacia su pueblo y pone rumbo a Francia en un intento desesperado por recabar apoyos internacionales.
Evidentemente, el rey francés tiene bastante con sus propias guerras y despacha a Wallace con una palmada en la espalda y buenas palabras en los labios.

Estatua de William Wallace en Aberdeen
Nuestro protagonista regresa a Escocia desencantado pero, aún así, se sobrepone y empieza a reunir de nuevo a su ejército. A pesar del tremendo golpe sufrido, el pueblo está con él y las claymores se alzan de nuevo al cielo clamando venganza.
Pero una vez más, Wallace es víctima de una traición nobiliaria. Un barón aliado de William se cambia de bando y vende Wallace a los ingleses.

En el año 1305, Wallace es trasladado como prisionero a la torre de Londres, dónde es condenado a morir arrastrado, colgado y despedazado a las manos de los verdugos ingleses.
La cabeza de William Wallace fue ensartada en una lanza y expuesta en el puente de Londres. Sus miembros fueron diseminados por todos los puntos cardinales de Inglaterra.

Robert de Bruce, traidor a Wallace y a su pueblo, se arrepiente públicamente de su error y acomete contra las tropas inglesas en todos los rincones de Escocia, perdiendo muchos combates, pero ganando a su vez otros muchos hasta que, en 1314 y bajo el estandarte de William Wallace, mártir por la patria, Escocia consigue por fin su ansiada independencia.

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