miércoles, 29 de agosto de 2012

Enrique VIII y su particular visión del "divorcio"

El día 28 de junio de 1.491 nacía en el Palacio de Placentia (Londres) el tercer hijo de Enrique VII, al que su padre impondría su propio nombre. Este niño no estaba destinado a reinar, pues tenía por delante en la línea sucesoria a un hermano llamado Arturo pero, como todo hijo de buena familia, fue educado en las artes y las ciencias por los mejores tutores de Inglaterra.

Enrique VIII
Su padre, Enrique VII, estaba empeñado en establecer una alianza por sangre con la, por aquel entonces, poderosa España (a pesar de que aún no era España conmo tal), así que pactó con los Reyes Católicos que su hijo Arturo debería casarse con la princesa de Aragón en unas nupcias destinadas a hermanar ambas casas. Así, en el año 1.501, el pequeño Enrique asistió a los fastuosos festejos celebrados en honor del casamiento de su hermano Arturo, de 15 años, con Catalina de Aragón, de 16.
Los dos adolescentes eran felices con su nuevo estatus social o, al menos, así lo aparentaban. Sea como fuere, Arturo, que siempre había sido un muchacho bastante endeble, pilló una infección por la que murió dejando a su hermano Enrique como heredero al trono y a Catalina "compuesta y sin novio". El problema que causó esto no fue la muerte del chico en sí misma, sino las implicaciones que esta tenía para la alianza anglo-española recientemente fundada, por lo que los monarcas de ambos países solicitaron al Vaticano una bula que permitiese a Catalina casarse con su cuñado Enrique. 
Por aquel entonces, tanto Inglaterra como la emergente España eran naciones a las que había que tener en cuenta, por lo que el Papa perdió el culo para otorgar la dispensa lo más rápido posible, maniobra que culminó con Catalina prometida de nuevo al príncipe heredero de Inglaterra.
Parecía que las aguas habían vuelto a su cauce, pero Enrique VII era un hombre de carácter cambiante y, en 1.505, pilló una rabieta obligando al heredero a anunciar públicamente que el compromiso había sido pactado sin su consentimiento. Esto supuso un duro golpe (otro más) a las relaciones entre ambos países... pero todo quedaría arreglado en 1.509.

En aquel año Enrique VII moría dejando paso a su hijo, que se convirtió en legítimo rey de Inglaterra bajo el nombre de Enrique VIII. El nuevo monarca debió pensar nada más ascender al trono: "el viejo se ha ido para siempre, así que a partir de ahora voy a hacer lo que me dé la gana", porque la primera decisión que tomó tras la muerte de su padre fue la de desposar a Catalina de Aragón (sí, aquella a la que el antiguo rey le había obligado a repudiar) y ordenar su coronación conjunta convirtiéndola en reina de Inglaterra. Esta decisión, como era de esperar, no cayó demasiado bien entre las clases altas, pero Enrique solucionó el inconveniente acortando un par de cuellos por la vía del hacha en la Torre de Londres, lo que acalló rápidamente cualquier conato de rebeldía.

Catalina de Aragón
A partir de este momento, la vida amorosa de Enrique VIII se convierte en un culebrón. El rey estaba obsesionado con engendrar un heredero, pues su coronación había sido la primera pacífica en mucho tiempo y quería prolongar en el tiempo la preponderancia de los Tudor, pero Dios (o Catalina, vaya usted a saber) no estaba muy por la labor: la de Aragón engendró 6 retoños, de los cuales 5 nacieron muertos o murieron al poco de nacer. La restante fue una niña llamada María Tudor que, con el tiempo, se casaría con Felipe II de España. Tras 24 años de matrimonio y viendo que las cosas no tenían pinta de ir a mejor, Enrique VIII decidió que había llegado la hora de repudiar a Catalina y buscar el ansiado heredero en "valles más fértiles", así que escribió una misiva al Papa Clemente VI solicitándole la nulidad matrimonial bajo la excusa de que Catalina no podía concebir hijos varones. Clemente, que estaba ya curtido en estas lides, no concedió la nulidad.
Ante este revés, Enrique montó en cólera y promulgó una serie de leyes que provocaron un cisma separando a Inglaterra de la tutela católica, fundando la iglesia anglicana y, ya de paso, coronando al propio Enrique como Jefe Supremo de la misma. Una vez hecho esto y como él era su propio Papa, el rey se divorció de Catalina y contrajo matrimonio con Ana Bolena, una de las damas de compañía de la española.
Con Ana Bolena, el resultado fue más o menos el mismo, con la diferencia de que el número de muertos fue dos de tres. La niña superviviente sería coronada años después como reina de Inglaterra bajo el nombre de Isabel I. A todo esto, Enrique empezaba a estar ya hasta las narices de esperar al heredero y no deseaba meterse una vez más en los cenagales jurídicos que había sorteado para conseguir su primer divorcio, de modo que ordenó arrestar a la Bolena bajo acusaciones de adulterio y ordenó su muerte por decapitación para casarse inmediatamente con Jane Seymour quien,  curiosamente, era una de las damas de compañía de Ana Bolena.
Al contrario de lo que pasó con los dos anteriores, este matrimonio sí que dio fruto en la figura del príncipe Eduardo, que sobrevivió a su padre y llegó a regir el destino de Inglaterra hasta morir de tuberculosis en 1.553, cuando contaba con tan sólo 15 años. Tras el nacimiento de su primer hijo varón (vivo) Enrique estaba henchido de orgullo... pero las cosas no siempre salen como uno las planea y Jane murió 12 días después como consecuencia de las complicaciones surgidas durante el parto.

¿He dicho que Eduardo era el primer hijo varón del rey? Bueno, al menos eso era lo que pensaban sus coetáneos, pues Enrique era bastante golfo y había tenido ya sus escarceos con Elizabeth Blount, dama de honor de Catalina, que le dió un varón (aunque este era bastardo y no podía heredar el trono) además de con María Bolena, su cuñada por parte de su segunda esposa y con algunas otras mujeres de vida... licenciosa.

Catherine Parr
Dejando de lado las escapadas extramatrimoniales, estamos en el año 1.537 y Enrique lleva ya tres esposas a sus espaldas. El rey había quedado muy tocado por la muerte de Jane Seymour, pero no era de recibo que un soberano europeo del calibre de Enrique permaneciera soltero durante mucho tiempo, así que en 1.540 volvió a contraer matrimonio con Ana de Cleves, si bien este duró sólo seis meses y, tras comprobarse que el matrimonio no había sido consumado, el monarca obtuvo la nulidad para poder casarse con Catherine Howard, prima de Ana Bolena y que corrió la misma suerte que su antecesora: al no dejar descendencia, fue acusada de adulterio y decapitada en la Torre de Londres un año después de las nupcias.
Ya en 1.543, Enrique se casó con su sexta y última esposa: Catherine Parr. Para Catherine, este era ya su tercer matrimonio, de modo que ya estaba "resabiada" y, pese a no tener descendencia con el rey, sobreviió hasta después de su muerte para casarse en cuartas nupcias con Thomas Seymour, hermano de la difunta Jane y tío del futuro rey de Inglaterra.

El 28 de enero de 1547, Enrique VIII moría en el palacio de Whitehall (Londres) como consecuencia de... bueno, no se sabe muy bien si de la sífilis, si de pura obesidad o si de un accidente de caza que había tenido 11 años antes. El caso es que fue enterrado en el castillo de Windsor junto a su tercera esposa, Jane Seymour, la única a la que había apreciado de verdad.

miércoles, 22 de agosto de 2012

Héroes del Holocausto

En este mismo blog se han dedicado infinidad de entradas a guerras y batallas que han causado miles de bajas. Hoy, vamos a cambiar un poco la "línea editorial" para poner en la palestra a esos guerreros sin fusil que, como Oskar Schindler, contribuyeron a la salvación de miles de almas durante el holocausto judío.

Irena Sendler (1.942)
Empezaremos nuestro viaje centrándonos en la historia de Irena Sendler. Esta mujer, enfermera de profesión, fue educada segús sus propias palabras para "ayudar de corazón a las personas necesitadas sin mirar su religión ni su raza"... y así lo hizo.
La invasión alemana de Polonia pilló a Irena enfrascada en su trabajo en el Departamento de Bienestar Social de Varsovia, que se encargaba de gestionar los comedores sociales de la ciudad. Como era de esperar, el avance del Reich por territorio polaco hizo que el número de clientes de estos comedores creciera exponencialmente y, por lo tanto, que los recursos empezaran a agotarse rápidamente, pero Irena no se arredró: en lugar de sucumbir al desánimo, alentó a los que tuvieron la suerte de conservar sus posesiones para que hicieran donaciones gracias a las cuales los comedores sociales de Varsovia no sólo proporcionaban comida, sino también ropa, medicinas o inluso, en algunos casos especiales, dinero en efectivo.
En 1.940, los alemanes fundaron en Varsovia el ghetto más grande de Europa y empezaron a confinar a los judíos en él, utilizándolo como almacén de personas en su tránsito hacia los campos de prisioneros. Las condiciones de vida eran deplorables desde el primer momento y aún empeoraron más cuando, a finales de aquel mismo año, el gobernador alemán ordenó cerrar el acceso al guetto envolviéndolo con un muro de 3 metros de altura y limitando las raciones destinadas a los judíos a unas míseras 184 calorías diarias. En este marco, las enfermedades y los conatos de epidemia pronto empezaron a campar por las calles del ghetto... e Irena supo aprovecharse de la situación.
Cuando conoció las condiciones de vida a las que estaban siendo sometidos los judíos, Irena se unió al Zegota (Consejo para la Ayuda de Judíos) y consiguió acceso franco al ghetto mediante un pase sanitario proporcionado por los propios alemanes, quienes no querían entrar al recinto por miedo a las epidemias de tifus. Una vez dentro, nuestra protagonista se dedicó a hablar con las familias judías y ganarse su confianza hasta que consintieran en entregarle a sus hijos, a los que Irena sacaba del ghetto en ambulancias, ataudes, bolsas de basura o sacos de patatas para darles una nueva identidad y entregarlos en adopción a familias polacas que quisieran hacerse cargo de los niños hasta que sus familias fueran liberadas. Pronto, Irena comprendió que su labor no sería suficiente para salvar a todos los niños, así que consiguió pases para algunas de sus amigas, creando un pequeño "ejército" de voluntarias encargadas de sacar a los niños del ghetto y distribuirlos por Varsovia bajo un nuevo nombre.
A finales de 1.942, esta enfermera de Varsovia y sus chicas habían salvado la vida de 2.500 niños... pero su labor no terminaba ahí. Irena sabía que la distribución de los pequeños entre familias polacas era provisional pues, tarde o temprano, los niños crecerían y querrían recuperar su familia y su identidad, así que ideó un archivo en el que plasmaba los detalles de cada rescate, el nombre anterior del niño en cuestión, su nueva identidad y cuál era su familia de acogida. Todo fue viento en popa hasta que, en 1.943, la Gestapo empezó a sospechar de las actividades de Irena, quien, sabiendo que su detención era cuestión de días, guardó sus listas en frascos de vidrio y los enterró en el jardín de su vecina para que fueran a parar a las manos adecuadas en caso de que ella muriese.

Irena Sendler (2.005)
El día 20 de octubre de 1.943, Irena Sendler fue detenida por la policía política del Reich y recluída en la prisión de Pawiak. Los torturadores se emplearon a fondo con ella, pues era la única que conocía la identidad y ubicación de los niños a los que había conseguido sacar del ghetto. Aún así, Irena no se derrumbó, sino que soportó las torturas con estoicismo y no traicionó a sus niños.
Dando a los rescatados por perdidos, las autoridades alemanas ordenaron la ejecución de Sendler pero, mientras esperaba su hora en el "corredor de la muerte", un soldado alemán se la llevó para un interrogatorio adicional, traspasando los muros de la prisión y exhortándola a que corriese por su vida. Al día siguiente, Irena encontró su nombre en la lista de polacos ejecutados en Pawiak.
¿Se debe este acto al buen corazón del soldado?  Me temo que no. Los miembros de Zegota habían sobornado a una parte de la guarnición alemana para comprar la vida de su miembro más activo.
Cuando por fin terminó la guerra, Irena desenterró con sus propias manos los frascos que había enterrado en el jardín de su vecina y entregó las listas al director del recién creado "comité para la salvación de los judíos supervivientes", quien dio orden de empezar inmediatamente una investigación... lamentablemente, la mayoría de las familias originales de estos niños habían muerto en el ghetto o habían sido deportadas a distintos campos de exterminio.

Como nota curiosa, diremos que ninguno de los niños conocía a Irena por su nombre real, sino que la llamaban "Jolanta", su nombre en clave durante las operaciones en el ghetto, así que ninguno pudo agradecerle personalmente su labor... hasta que, años después, su cara salió en un periódico polaco y uno de sus antiguos niños, ya crecido, la reconoció. Así empezó un aluvión de llamadas y visitas de agradecimiento culminado con el reconocimiento de Irena Sendler como Justa y ciudadana de honor de Israel por el Yad Vashem de Jerusalén.
Nuestra protagonista murió en 2.008 en su Varsovia natal. Contaba con 98 años de edad y con el reconocimiento de todo el pueblo polaco, cuyo gobierno le entregó en noviembre de 2.003 la Orden del Águila Blanca, la más alta distinción civil de Polonia.

Dejando atrás a Irena Sendler, nuestro viaje continúa con la historia de Raoul Wallenberg, nacido en Kappsta (Suecia) el 4 de agosto de 1.912. Criado en el seno de una familia pudiente, Wallenberg viajó a los Estados Unidos en 1.931 para estudiar arquitectura en la Universidad de Míchigan, de la que se graduó en 1.935 para volver a Suecia. Una vez allí y tras varias aventuras laborales fallidas, nuestro protagonista empezó a trabajar en "The Central European Trading Cente", empresa regentada por un judío llamado Koloman Lauer al que, dada la situación política de entonces, le estaba vedado el acceso a ciertas partes de Europa, por lo que Wallenberg iba en su lugar a reuniones de negocios en no pocas ocasiones. Así, el sueco empezó a trabar contacto con los nazis y a comprender como funcionaba su nueva corriente de pensamiento.
Las cosas continuaron así hasta que, en el verano de 1.944, Wallenberg fue destinado como diplomático a la embajada sueca en Budapest. Por aquel entonces, nuestro protagonista ya llevaba mucho tiempo con la mosca detrás de la oreja: había hecho negocios con los nazis, cierto, pero desde la invasión de Polonia las relaciones se habían estropeado bastante. En cuanto puso los pies en suelo húngaro y vio con sus propios ojos las atrocidades que los nazis cometían sobre los judíos, Wallenberg se puso manos a la obra: empezó a entregar a los judíos de Budapest pasaportes que los identificaban como suecos en espera de repatriación. Estos pasaportes, evidentemente, eran falsos y no tenían ningún valor legal, pero su aspecto y el sello de la embajada los hacían pasar por buenos ante las autoridades alemanas de la zona.
Raoul Wallenberg
Viendo que no era suficiente, el sueco alquiló de su propio bolsillo varios inmuebles en la ciudad y alojó en ellos a centenares de judíos. Esto por si mismo no habría tenido ningún valor para el ejército alemán, que ostentaba la potestad de poder entrar donde quisiera y cuando quisiera, por lo que Wallemberg colgó de las fachadas de estos edificios carteles falsos que los identificaban como "Biblioteca de Suecia" o como "Instituto Sueco de Investigaciones".
Por si esto fuera poco, 2 días antes de la llegada del ejército rojo a Budapest, Wallenberg negoció con los jerifaltes nazis de la ciudad  la anulación de una orden de deportación masiva que debía llevar a centenares de judíos húngaros a los campos de exterminio. Al final de la guerra y ya en el terreno de la leyenda, se habla de que el diplomático consiguió también que fuera revocada la órden de destruir todos los ghettos de la ciudad antes de abandonar Hungría; esta historia no está contrastada pero, de ser cierta, la cifra de judíos salvados por Wallenberg oscilaría en torno a los 100.000.
Como ya se sabe, la historia no siempre es justa con los hombres de honor, de modo que cuando el Ejército Rojo entró en Budapest el día 17 de enero de 1.945, Wallenberg fue detenido y deportado a la prisión de Lubyanka, en Moscú, bajo cargos de espionaje que nunca han sido demostrados. La fecha de la muerte de Wallenberg es confusa, pues los informes fueron ocultados durante bastante tiempo por el gobierno soviético, pero la datación oficial sitúa el óbito el 16 de julio de 1.947.

En la misma ciudad y en la misma época pero a una escala algo menor encontramos al diplomático español Ángel Sanz Briz, que utilizó las mismas herramientas que Wallenberg entregando pasaportes españoles a los judíos y alegando que estos eran de ascendencia sefardí. Además de esto, Sanz Briz convenció al representante de la Cruz Roja en Budapest para que "decorase" las fachadas de sus hospitales y orfanatos con placas que los identificaban como sedes diplomáticas de la embajada española, con lo que contribuyó a salvar la vida de unos 5.000 judíos en la Hungría ocupada.

No sería justo dar carpetazo a este artículo sin hablar de los salvadores encuadrados en el corazón del propio eje. En primer lugar, hablaremos de Chiune Sugihara, cónsul de Japón en Kaunas (Lituania) cuyas órdenes consistían en informar al gobierno nipón de los movimientos de tropas que se produjeran en el frente oriental.
Haciendo caso omiso de la característica rigidez japonesa y, ya de paso, de las órdenes que había recibido, Sugihara se dedicó a conceder visados japoneses a los judíos de Kaunas. Dado que no podía hacer uso de las herramientas del consulado, el nipón pasaba unas 18 horas al día escribiendo los visados a mano y sellándolos bajo su propia responsabilidad para después repartirlos entre la multitud que trataba de huir hacia el este. Aún con el visado, para un judío era difícil salir del territorio ocupado y atravesar Rusia, por lo que Sugihara pactó con el bando soviético un permiso para que los judíos con visado japonés pudieran usar el transiberiano para atravesar su país en busca de un futuro mejor en China, Japón o incluso en la propia Unión Soviética.
A partir de este momento, Sugihara empezó a trabajar aún con más ahinco, generando en un día el volumen de visados estimado para un mes y arrojaándolos directamente sobre la multitud de judíos que esperaba junto a los trenes para ser deportados.
Es muy difícil determinar la cantidad de personas que se salvaron gracias a los visados japoneses de Sugihara, pero las cifras oscilan entre los 2.000 y los 10.000 judíos, lo que no le hizo ninguna gracia al gobierno japonés. Inexplicablemente, en lugar de ordenar su ejecución, el alto mando nipón le desplazó al consulado de Praga y, posteriormente, le obligó a dimitir de su cargo diplomático.

Hans von Dohnanyi
Por último, hablaremos de Hans von Dohnanyi, un salvador de judíos en el corazón de la Alemania nacionalsocialista.
Nacido en la esplendorosa Viena de 1.902, Dohnanyi pronto se trasladó a Berlín, ciudad en la que creció y estudió obteniendo un doctorado en derecho en el año 1.925. A partir de este momento, Hans empezó a trabajar como jurista y consejero de altos cargos, labor gracias a la que conoció a personalidades como Hermann Göring, Joseph Goebbels, Heinrich Himmler y hasta al mismísimo Adolf Hitler, que le dieron acceso a documentos legales clasificados como secretos y le pidieron asesoramiento en materia legal. Unido al régimen, Dohnanyi siguió granjeándose las simpatias del partido hasta 1.934, año en el que tuvo lugar la "noche de los cuchillos largos".Viendo de lo que eran capaces los nazis en su obsesión por el Reich, el austriaco se unió a la resistencia alemana y empezó a criticar públicamente al gobierno, lo que le valió el traslado forzoso a Leipzig en 1.938.
Desde allí, Dohnanyi contribuyó a la huída a Suiza de 14 judíos y confabuló junto a Fabian von Schlabrendorff y Henning von Tresckow para asesinar al propio Hitler. Las autoridades alemanas sabían del complot, pero no podían demostrar la participación en el conato de magnicidio, por lo que ordenaron la detención del austriaco bajo cargos de "violación de las leyes monetarias" y su posterior traslado al campo de concentración de Sachsenhausen, donde llegó en 1.944.
Poco después, el 20 de julio de aquel mismo año, se produjo en Wolfsschanze otro intento de asesinato contra el Führer que, esta vez sí, casi consigue acabar con su vida... el problema para Dohnanyi fue que las investigaciones posteriores consiguieron dejar en evidencia su participación en el atentado anterior, lo que le valió una pena de ahorcamiento que acabaría con su vida el 9 de abril de 1.945, dos semanas antes de la liberación del campo.

Estos son tan sólo algunos ejemplos de los que se alzaron como héroes del holocausto. Es cierto que, durante la II Guerra Mundial muchos hombres lucharon por destruir una raza a la que veían como animales... pero no es menos cierto que otros muchos hombres y mujeres actuaron con justicia, salvando a aquellos a los que consideraban no cómo judíos sino, simplemente, como seres humanos.

miércoles, 15 de agosto de 2012

Seppuku

En este mismo blog, concretamente en la entrada relativa a la leyenda de los 47 rōnin, ya hablamos en su día del método por el que murieron estos samurais legendarios. Pues bien, esta semana vamos a centrarnos en el ritual y sus orígenes más que en las personas que murieron por su uso.

Preparación al seppuku
El seppuku (o harakiri) nace como parte esencial del bushidō, el código de honor que todo guerrero samurai debe seguir al pie de la letra. Podía acometerse de manera voluntaria para, por ejemplo, redimirse de alguna falta cometida contra el bushidō, o de manera obligatoria, es decir, como método de condena a muerte que permitá al reo conservar su honor y el de su familia. En estos casos, el condenado era puesto bajo la vigilancia de un daimyō (señor feudal) que le daba un periodo de gracia para que se practicase un seppuku "voluntario"; en caso de que al final de este periodo el reo no hubiera tenido los arrestos necesarios para morir con honor, el daimyō ordenaba su ejecución, lo que conllevaba el deshonor de su familia, que era despojada de todo su patrimonio llegando, en muchas ocasiones, a morir de hambre.
Como casi todo en el fuertemente estructurado Japón feudal, el seppuku también debía ser ejecutado en base a un ritual previamente establecido: antes de nada, el samurai que había decidido morir por seppuku bebía sake y escribía un último poema de despedida en el dorso de su abanico de guerra. Acto seguido, se abría el kimono y colocaba las mangas del mismo firmemente sujetas bajo sus rodillas para evitar caer hacia atrás el morir. Una vez hecho esto, el futuro cadáver enrollaba su daga en papel de arroz para evitar mancharse las manos de sangre, lo cual se consideraba deshonroso.
A partir de este momento, un asistente previamente seleccionado por el propio samurai se colocaba junto a él y se daba inicio al suicidio. El ritual completo consistía en clavarse la daga y practicar un corte horizontal de izquierda a derecha para luego volver al centro y cortar verticalmente hasta el externón, lo que desembocaba en un derrame más que probable del paquete intestinal y en una agonía que podía durar horas. Es por esto que el samurai pactaba con su asistente un gesto y, cuando ya no podía aguantar más el dolor, exigía de este que le decapitase.
El gesto pactado era en muchas ocasiones el simple hecho de amagar el primer golpe de daga, por lo que en numerosas ocasiones el practicante ni siquiera llegaba a clavarse el filo, sino que era decapitado por su ayudante a las primeras de cambio. No obstante, el honor del practicante de seppuku también se medía por lo lejos que había sido capaz de llegar el samurai antes de pedir la muerte, por lo que aquellos que conseguían llegar a practicarse el corte vertical eran respetados como hombres de la máxima honorabilidad.

Daga ritual
Hay que decir también que el seppuku no era patrimonio exclusivo de los hombres, sino que las damas de alta cuna también podían acogerse a él... sólo que en ese caso no era considerado seppuku sino suicidio a secas y la práctica era "ligeramente" distinta: la mujer se ataba con un cordel los tobillos, rodillas o muslos para evitar morir con las piernas abiertas y, acto seguido, se cortaba a carótida lo que, si bien no siguiendo un ritual tan estructurado como el del seppuku, en esencia venía a ser lo mismo.

Las condenas a muerte por seppuku fueron prohibidas oficialmente en Japón en el año 1.873 pero, lejos de alejar a la gente de esta práctica, el "romanicismo" que envuelve a este método de suicidio ha seguido ganando adeptos hasta nuestros días. Por poner un ejemplo, el archiconocido escritor italiano Emilio Salgari decidió morir por seppuku en Turín en 1.911, siendo el mismo el ejecutor sin ayudante y dejando atrás una carta en la que pedía a sus editores que se hicieran cargo de los gastos ocasionados por su entierro.

miércoles, 8 de agosto de 2012

Colditz: el Oflag IVc

Construído en torno al año 1.083, el Castillo de Colditz es el monumento más emblemático de la Sajonia alemana no por haber servido como hospicio y hospital mental o como bastión del Sacro Imperio, sino por el uso que se le dio durante la II Guerra Mundial transformándolo en el campo de alta seguridad Oflag IVc, el primer y único campo alemán en el que los guardias superaban en número a los prisioneros.

Castillo de Colditz
El Oflag IVc fue reconvertido en una prisión de máxima seguridad reservada para oficiales y enemigos del pueblo considerados peligrosos por sus constantes intentos de fuga. Al estar poblado en su totalidad por "amigos del escapismo", la Wehrmacht dotó al Castillo de Colditz de un sinfín de medidas de seguridad que, junto a una inmensa dotación de carceleros, debían servir para mantener entre sus muros a los oficiales enemigos de alto rango capturados durante la II Guerra Mundial y para abortar cualquier posible intento de fuga. Las precauciones tomadas fueron tantas que incluso el propio Hermann Göring llegó a afirmar públicamente que Colditz era un bastión a prueba de fugas... pero las cosas no funcionaron exactamente como esperaba el líder de la Luftwaffe.
Como ya hemos dicho, el Oflag IVc era el más peculiar de los campos alemanes, pero no sólo por el número de guardias, sino por las características propias del encierro: en Colditz, la Convención de Ginebra se respetaba al pie de la letra, es decir, los intentos de fuga no eran castigados como en el resto de campos alemanes, en los que al huído le picaban el billete y echaban su cuerpo a una fosa, sino que se resolvían con un determinado periodo de tiempo en aislamiento. En segundo lugar, la dotación alemana estaba compuesta en su mayoría por veteranos de la I Guerra Mundial y muchachos que habían sido declarados no aptos para el frente; si a esto unimos que la Cruz Roja vigilaba de cerca en campo y que las raciones de los prisioneros eran, con mucha frecuencia, mejores que las de los carceleros, ya tenemos el terreno abonado para algunos de los intentos de fuga más ingeniosos e hilarantes de la historia.

Las fugas, al igual que la normativa del campo, también estaban reguladas por "pactos entre caballeros" mediante los que los prisioneros intercambiaban sus raciones con los guardias a cambio de que les permitieran salir a dar un paseo por el pueblo de Colditz bajo promesa de volver al castillo a una determinada hora e incluso se pactaba con los carceleros que herramientas se podrían utilizar y cuales no en los intentos de huída. La cosa llegaba a tal extremo que el teniente polaco Cenek Chaloupka tenía incluso una novia en el pueblo mientras que el oficial británico Pat Reid fue nombrado "oficial de fugas", una especie de intermediario entre presos que se encargaba de coordinar a las distintas nacionalidades del campo para que no estropeasen los intentos de huida de los demás.
Las tentativas de fuga eran constantes pero, aún así, los alemanes siguieron respetando escrupulosamente la norma de no dar boleto a ningún prisionero: durante todos los años de servicio del campo Oflag IVc sólo se produjo una muerte, la del teniente británico Michael Sinclair, que fue enterrado por los propios alemanes en el cementerio de Colditz metido en un ataúd cubierto con la bandera del Reino Unido en medio de una ceremonia militar con honores en la que se dispararon siete salvas.

El baile de huídas empezó con intentos frustrados en los que algunos prisioneros intentaron abandonar el castillo disfrazados de electricista, de mujer, de guarda o incluso caracterizados como el propio comandante del campo; pero el ingenio y la desvergüenza de los presos en materia de evasiones no había tocado techo aún. Baste decir a modo de ejemplo que los guardias recogieron tanto material para fugas que incluso organizaron un museo en el interior del campo en el que se encontraban, entre otros objetos igual de pintorescos, dos cabezas de arcilla esculpidas por prisioneros holandeses para sustituir a algunos de los fugados en los recuentos diarios que llevaba a cabo la Wehrmacht.

Castillo de Colditz
Otro intento de fuga se produjo cuando el oficial británico Peter Allan descubrió que los alemanes estaban trasladando colchones del castillo a otro campo. Sin perder un minuto, Allan vendió sus raciones a los guardias, se enfundó un uniforme de las Juventudes Hitlerianas, se llenó los bolsillos de marcos y se metió en un colchón que volvió a coser desde dentro. Los prisioneros franceses encargados de la mudanza notaron que uno de los colchones pesaba bastante más que el resto, pero como las fugas eran el pan nuestro de cada día lo cargaron con los demás y lo dejaron en una casa vacía del pueblo.
Unas horas después, Allan salió de su escondite y empezó a caminar por la carretera con la esperanza de alcanzar Polonia. Viendo su uniforme de las Juventudes Hitlerianas, un coche que pasaba por allí le recoge y el británico recorre 160 km sentado al lado de un oficial de las SS del que se despide en Viena, donde, tras nueve días, se queda sin dinero y decide entregarse para volver a Colditz.
Del mismo modo que lo hiciera Allan, dos oficiales polacos trataron de buscar su libertad descendiendo a rápel un muro de 36 metros con una cuerda hecha de sábanas... el problema es que, cuando llegaron al suelo, había un guardián alemán esperándoles para mandarles directos a aislamiento.

Al igual que en cualquier fuga que se precie, los túneles también tuvieron su parte de protagonismo en Colditz.
Uno de estos intentos corrió a cargo de los prisioneros británicos, quienes encontraron un pozo de mantenimiento oculto en el suelo del comedor que iba a parar al sistema de drenaje del castillo. Tras varios sobornos que valieron a los británicos sendas expediciones de exploración, estos decidieron que había que ampliar los túneles y se pusieron manos a la obra. Tres meses después, cuando el túnel había sido terminando, Pat Reid sobornó con 500 marcos a uno de los centinelas y se ocultó en el comedor cuando lo cerraron durante la noche para, un rato después, abrir la puerta desde dentro y dejar entrar a todos los prisioneros que habían sido seleccionados para la fuga. Los ingleses avanzaron por las alcantarillas hasta la salida tras las murallas del castillo... donde les estaban esperando los guardias alemanes; así que, viendo que habían sido descubiertos, Reid y los suyos estallaron en carcajadas y se entregaron gustosamente a sus carceleros.
Paralelamente un grupo de oficiales franceses llevaba a cabo un intento de fuga mediante túneles mucho más elaborado: en 1.940, los tenientes Cazaumayo y Paille consiguieron acceder a la torre del reloj (que se encontraba sellada) y descubrieron en su interior el hueco que había dejado un antiguo ascensor. Utilizando esta abertura, los franceses descendieron 35 metros hasta el nivel de los sótanos y, una vez allí, empezaron a excavar un túnel horizontal que debía llevarles más allá de las murallas del castillo.
Tras alcanzar los 4 metros, los prisioneros se encontraron con una pared de roca imposible de perforar, por lo que decidieron cavar en vertical para pasar por debajo del suelo de la capilla con una prolongación horizontal de 13 metros y medio. Para esta tarea, los franceses apuntalaron la estructutra con 7 vigas de roble de medio metro de ancho que cortaron con cuchillos de comer sustraídos a los alemanes.
Para cuando los guardianes empezaron a olerse la tostada, los oficiales franceses llevaban ya más de un año trabajando en su obra de ingeniería que, además de prolongarse durante 44 metros en horizontal a más de 8 metros por debajo del nivel del suelo, estaba alumbrado a intervalos regulares con luz eléctrica robada mediante empalmes de los cables de la capilla. Finalmente, el túnel fue descubierto por la guarnición alemana el 15 de enero de 1.942, cuando sólo faltaban 9 metros para su conclusión.

Túnel de la torre
A parte de los capturados en los túneles, 31 presos consiguieron escapar de Colditz durante la guerra, pero el intento más alocado se vió frenado por el fin de la misma.
Los pilotos Jack Best y Bill Goldfinch llegaron al Oflag IVc trasferidos desde otro campo y, nada más pisar el suelo de Colditz, empezaron a idear un sistema de huída: construyeron una pared falsa sobre el ático de la capilla y empezaron a trabajar en un planeador casero que les permitiera cruzar el río Mulde, 60 metros más abajo. El aparato estaba construído por tablillas de cama cubiertas de teja hervida en mijo para tapar los poros y dominado por una serie de cables eléctricos sustraídos de las dependencias que se encontraban fuera de uso. Best y Goldfinch llegaron incluso a trasladar a su taller clandestino varias mesas con las que improvisaron una pequeña pista de despegue pero el intento, como ya hemos dicho, quedó en agua de borrajas por la llegada de los aliados a Colditz.

Los constantes intentos de fuga llevaron a los alemanes a efectuar 4 recuentos diarios pero, aún así, los prisioneros encontraban tiempo para montar sus propios entretenimientos. En agosto de 1.941, los polacos organizaron las primeras olimpiadas del campo con pruebas de fútbol, voleibol, boxeo y ajedrez.
Además de esto, se organizaron también coros, orquestas e incluso bandas de guitarra, pero el pasatiempo preferido de los presos de todas las nacionalidades eran las representaciones teatrales, a las que se entregaban en cuerpo y alma llegando a estrenar una obra cada dos semanas.
Del mismo modo, los reclusos dedicaban gran parte de su tiempo a fabricar alcohol casero en alambiques ocultos por todo el campo, a aprender idiomas, a jugar al rugby o, simplemente, a fastidiar al los guardias trándoles excrementos y tratando de reventar los recuentos.

miércoles, 1 de agosto de 2012

La masacre de Múnich

En estas fechas en las que todo gira en torno al acontecimiento deportivo por excelencia, vamos a hablar de un hecho ocurrido, precisamente, en unos Juegos Olímpicos. El atentado al que vamos a dedicar la entrada de esta semana puso de manifiesto la endeble seguridad que rodeaba la villa olímpica durante los juegos celebrados en Múnich en 1.972.

En la noche del 4 de septiembre, los atletas de la delegación israelí volvían a la villa olímpica tras una salida nocturna por la ciudad. Algunas horas más tarde, concretamente a las 4:40 de la madrugada, otros ocho atletas saltaban el muro que rodeaba la villa con ayuda de algunos deportistas estadounidenses que creían que, como ellos, volvían a la residencia tras una larga noche de fiesta en los bares de Múnich. Lo que los americanos no sabían es que esos ocho atletas eran, en realidad, terroristas del grupo palestino Septiembre Negro y que sus bolsas de deporte estaban llenas de pistolas y granadas de mano.
Alojamiento israelí en Múnich
Obteniendo vía libre con inesperada facilidad, los palestinos alcanzan el ala israelí e intentan forzar las cerraduras para pillar desprevenidos a los atletas judíos... pero el intento es torpe y ruidoso. Moshé Weinberg, entrenador de lucha de 33 años, oye ruido tras la puerta de su apartamento y se abalanza contra ella armado con un cuchillo de fruta mientras da la voz de alarma. De igual manera, el luchador Joseph Romano agarra del arma de uno de los terroristas y forcejea con él hasta que es abatido de un disparo.
Este jaleo termina con la muerte de Romano y de Weinberg, pero permite la salvación de otros 17 atletas que pudieron escapar u ocultarse a tiempo. Finalmente, los palestinos se atrincheran tomando como rehenes a nueva atletas de la delegación israelí mientras exigen la liberación y traslado seguro a Egipto de 236 palestinos encarcelados.
La pretensiones de Septiembre Negro son claras, pero la respuesta del gobierno israelí también lo es: no habrá negociación bajo ningún concepto.

Tras cinco horas de secuestro y con la mediación de la policía alemana en colaboración con la delegación egipcia, los terroristas acceden a abandonar la villa y liberar a los rehenes bajo la condición de que se les garantice un transporte seguro hasta El Cairo.
A las 22:10 de aquel 5 de septiembre, dos helicópteros alemanes trasladan a los terroristas y a los rehenes hasta una base aérea cercana a Fürstenfeldbruck, a unos 25 kilómetros al oeste de Múnich. Un Boeing 727 de Lufthansa estaba esperando a los palestinos en el aeródromo para trasladarles a El Cairo, pero el dispositivo montado por la policía alemana era una auténtica chapuza y toda aquella historia acabó como el rosario de la aurora.

Las autoridades alemanas hacen creer a los secuestradores que los helicópteros van a aterrizar en un aeropuerto internacional cercano a Múnich pero, en lugar de eso, les llevan a una base aérea de mala muerte. Los de Septiembre Negro, que no son tontos, se huelen la tostada, pero como hay un Boeing esperando en pista, aceptan el tongo y bajan de los helicópteros en torno a las once de la noche.
Dos terroristas llegan hasta la base del Boeing y se dan la vuelta para indicar al resto que avancen con los rehenes. Cuando consiguen subir la escalerilla del avión, los palestinos se dan cuenta de que este está vacío y salen corriendo de vuelta a los helicópteros pero, a medio camino, el aeródromo se ilumina con bengalas y focos al tiempo que las autoridades alemanas dan orden de abrir fuego. Empieza la ensalada de tiros.

Placa conmemorativa
El perímetro de la base aérea estaba vigilado por cinco francotiradores que habían sido apostados en posiciones con clara visibilidad sobre la pista... pero que no carecían de rifles de precisión, teleobjetivos, dispositivos de visión nocturna e incluso radios que les permitieran coordinarse. A esto hay que sumar el hecho de que estos cinco tiradores "de élite" habían sido seleccionados a toda prisa porque practicaban el tiro deportivo en competiciones de fin de semana.
Con todos esto factores en la balanza, no es de extrañar que sólo fueran abatidos dos terroristas en la primera andanada; el resto consiguieron llegar a los helicópteros y, tras atar a los rehenes en el interior de uno de ellos, empezaron a disparar sobre la policía.
El tiroteo se prolongó durante una hora y, en medio de la confusión, uno de los terroristas saltó del primer helicóptero arrojando una granada de mano en su interior, lo que provocó la explosión del aparato y la muerte de 4 atletas israelíes y de uno de los pilotos. El resto de los rehenes fueron ametrallados en medio de la confusión mientras que dos miembros de Septiembre Negro fueron abatidos por la policía y otros tres fueron capturados con vida.

Al final de la noche el balance era de 17 muertos por herida de bala y explosiones.

Los Juegos Olímpicos de Múnich sólo fueron suspendidos durante un día. Las autoridades alemanas decidieron celebrar un memorial en el estadio al que asistieron 80.000 espectadores y 3.000 atletas pero en el discurso pronunciado durante el acto no se hicieron referencias explícitas al secuestro, sino que se habló constantemente de la fuerza del espíritu olímpico, lo que provocó cierto malestar en algunas delegaciones.
Tras el atentado, los atletas israelíes que quedaban en Alemania abandonaron Múnich envueltos en fuertes medidas de seguridad y seguidos, dos días después, por la delegación egipcia, que decidió volver a su país por miedo a posibles represalias.
Los alemanes, por su parte, aprendieron la lección y crearon una nueva unidad antiterrorista de élite para impedir que volviera a ocurrir algo similar.

A nivel internacional, el atentado de Múnich provocó un revuelo de mil demonios. La primera ministra de Israel, Golda Meir, exigió que el resto de naciones condenara públicamente los hechos y, a partir de este momento, se dedicó a dar caza a los responsables de Septiembre Negro.
El Mossad recibió orden de asesinar a todos aquellos sospechosos de pertenecer a la organización allá donde estuvieran .
El día 9 de septiembre, la fuerza aérea israelí bombardeaba las bases de la Organización para la Liberación de Palestina en Siria y Líbano dando inicio a una espiral de violencia que no se detendría hasta el asesinato con coche bomba de Ali Hasan Salame, el último miembro vivo de Septiembre Negro conocido por el gobierno de Meir. Este asesinato tenía lugar el 22 de enero de 1979 y daba carpetazo a más de seis años de caza... pero sembraba el odio entre los palestinos dejando la puerta abierta a la declaración de la Primera Intifada, si bien no puede considerarse como causa directa de esta.