En noviembre del año 1095, el Concilio de Clermont tocaba a su fin y el papa Urbano II convocaba la primera cruzada. La tierra en la que había nacido y vivido Jesucristo estaba en manos de los infieles y eso era de todo punto inaceptable, de modo que un sinfín de caballeros y nobles de todos los países respondieron a la llamada de Urbano y se alzaron en armas con la intención de recuperar los santos lugares para mayor gloria de la cristiandad.
Las clases altas de la sociedad, amparadas por el anuncio de excomunión a todo aquel que tratase de arrebatarles sus territorios mientras estaban en tierra santa, habían acudido en masa a la convocatoria y estaban preparando un ejército grande y poderoso para hacer frente a la media luna, que mancillaba con sus blasfemias la mismísima tumba de Cristo... pero no sólo la nobleza acudiría a la llamada.
Urbano II |
La convocatoria de Urbano sorprende a Pedro el Ermitaño predicando en Bourges (Francia). Pedro, monje de origen humilde que había viajado a tierra santa y había visto de primera mano los santos lugares, es invadido por el fervor religioso imperante en toda Europa y empieza a viajar desde Bourges hasta la ciudad alemana de Colonia, parando por el camino en aldeas y villas para predicar su mensaje combativo.
Pronto, todo tipo de personas de bajo estracto social se empiezan a unir a su comitiva; sin armas, pero con la fe guiando sus pasos. Cuando la columna del Ermitaño llega a Colonia, su número asciende ya a las 100.000 almas.
En aquel año de 1095, la multitud de indigentes y campesinos se pone en marcha hacia Jerusalén. Pero no es nada fácil avituallar una columna de esta magnitud, de modo que sus integrantes empiezan a saquear los pueblos por los que pasan hasta llegar a Constantinopla.
Una vez allí, el emperador Alejandro Comneno, temeroso de Dios y de que aquellos desharrapados arrasen sus campos, le ofrece al Ermitaño una generosa cantidad de suministros y de barcos para que su ejército cruce el Estrecho del Bósforo hasta tierras musulmanas. Los cruzados se embarcan y son soltados en tierra santa, por donde campan a sus anchas destruyendo aldeas y asesinando a la población civil.
La primera vez que la cruzada de los pobres entra en contacto con fuerzas militares, Pedro el Ermitaño sólo cuenta con unos 20.000 hombres desarmados para hacer frente a todo el poder de los turcos selyúcidas, hartos ya de que aquella multitud de vagabundos ataque sus territorios.
Pedro el Ermitaño |
Nicea, día 21 de octubre del año 1096. A un lado del campo de batalla se revuelve una multitud abigarrada de indigentes vestidos con harapos y absolutamente carentes de organización; al otro, relucen los estandartes de la media luna en torno a una tropa forrada de acero y erizada de espadas.
En un momento dado se hace el silencio en el campo de batalla y la caballería selyúcida carga con todas sus fuerzas. Pedro y sus campesinos notan como la tierra retumba bajo el redoble de cientos de cascos golpeando el suelo rítmicamente. Los jinetes, alfanje en mano, entran entre las filas cristianas como un cuchillo caliente en mantequilla y empiezan a repartir muerte entre los cruzados. La infantería termina el trabajo.
Al atardecer de aquel día, 20.000 cadáveres yacen sobre la polvorienta llanura de Nicea y la cruzada de los pobres ha tocado a su fin.
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