miércoles, 28 de noviembre de 2012

Operación Valkiria

La entrada de esta semana va a versar sobre un hecho que, de haberse consumado, habría cambiado el curso de la historia. Hoy vamos a hablar de la Wehrmacht contra Hitler, del poder militar contra el poder ejecutivo y del intento de asesinato del Führer y de toda su plana mayor.

Claus von Stauffenberg
A partir de 1.938, algunos altos oficiales de la Wehrmacht empezaron a ver con recelo la política expansionista de Hitler y, con el objetivo de evitar una  guerra a gran escala, planearon en secreto quitarse de en medio a la cabeza visible del partido nacionalsocialista. El caso es que, con las ideas ya bullendo en la cabeza de dichos oficiales, dos de ellos se dieron cuenta de que Gran Bretaña y Francia negaban la mayor al no estar dispuestos a entrar en guerra con el Reich emergente y, si no iba a haber guerra en Europa, no tenía sentido arriesgarse a atentar contra la vida de un monstruo político como Hitler. El plan se pospuso indefinidamente dado el enorme éxito conseguido por Alemania durante las primeras invasiones relámpago de 1.940 y se pensó en retomarlo en 1.941, cuando el Reich se embarcó en la Operación Barbarroja; pero los magníficos resultados obtenidos por el ejército en las fases más tempranas de dicha operación hicieron que la popularidad del Führer sufriera un repunte que desaconsejaba, una vez más, efectuar movimiento alguno.
No fue hasta el año 1.942 cuando los oficiales de la Wehrmacht retomaron el plan e incluso cometieron dos conatos de atentado (uno en Smolensk y otro en Berlín) que fallaron por culpa de los artefactos explosivos defectuosos. Llegados a este punto, el poder de Hitler era ya incontestable y los oficiales se habían planteado no sólo asesinarle sino también derrocar el régimen que había creado. Durante los dos años siguientes, el plan fue recabando apoyos cada vez más importantes a medida que el expansionidmo del Reich se veía frenado por las potencias aliadas, ya metidas de pleno en la II Guerra Mundial. No obstante, estas derrotas supusieron también una dificultad añadida a los planes del grupo de oficiales de la Wehrmacht, pues Himmler (por intermediación de la Gestapo) ya se olía la tostada y había aconsejado la comparecencia de Hitler únicamente ante sus hombres más allegados y en dos enclaves bien protegidos: la Wolfsschanze (guarida del lobo) y el Kehlsteinhaus (nido del águila).

Stauffenberg en Wolfsschanze
Así llegamos al 15 de julio de 1.944. Claus von Stauffenberg, uno de los oficiales golpistas, había sido ascendido el día 1 de aquel mismo mes a la categoría de jefe del Estado Mayor del general Friedrich Fromm (también golpista), lo que le permitía asistir a las reuniones privadas convocadas por Hitler en Wolfsschanze y dejaba a los de la Wehrmacht las puertas abiertas de par en par. Stauffenberg había acudido ya en dos ocasiones a las conferencias del Führer con una bomba oculta en su maletín, pero no la había activado por considerar que matar a Hitler no tendría sentido si con él no morían sus dos sucesores más probables: Himmler y Goering.
Aquel 15 de julio, como decíamos, las consecuencias eran propicias... o deberían haberlo sido si Himmler hubiera acudido a la reunión. Tras conocer esta ausencia, Stauffenberg se echó atrás y no detonó la bomba que llevaba en su maletín, pero un problema en las comunicaciones provocó que Fromm creyera que sí lo había hecho y ordenara la movilización de las tropas de la Wehrmacht en apoyo del nuevo gobierno militar que debía ocupar el cargo tras el derrocamiento del régimen nazi. Aquel intento de atentado quedó en una descomunal chapuza que Fromm camufló como pudo bajo un simulacro de alerta máxima pero, si la Gestapo ya venía viendo desde antiguo que allí pasaba algo raro, ahora el cerco estaba cada vez más cerrado en torno a la figura del brazo ejecutor: Stauffenberg.

Viéndose sin salida y sabiendo que las posibilidades de éxito de su plan peligraban con cada minuto que pasaba, Stauffenberg se puso en camino hacia Wolfsschanze aún sabiendo que la cúpula del partido no estaría allí para asistir a la que esperaba que fuera la última conferencia de Adolf Hitler.

Unos minutos después del mediodía Hitler dio inicio a la reunión, que debía celebrarse sobre una gran mesa forrada de mapas y en torno a la que se apiñaban varios oficiales de alta graduación además del propio Führer. Stauffenberg entró en la sala, dejó su maletín en el suelo junto a los pies de Hitler y abandonó la reunión excusandose en una llamada que debía recibir... pero la mala suerte quiso que uno de los asistentes a la reunión tropezase con la valija y la alejase del Führer colocándola tras uno de los pilares que sustentaban la enorme mesa.
A la una menos veinte de la tarde, el artefacto hacía explosión causando la destrucción casi total de la sala. Stauffenberg, convencido de que Hitler había muerto, se puso en contacto con Fromm para informarle de la noticia y abandonó Wolfsschanze para tomar un avión rumbo a Berlín, donde aterrizaría en torno a las 15:00. Entre tanto, las tropas de reservistas fueron movilizadas en Berlín mientras en Wolfsschanze reinaba la confusión y se iba desechando una teoría tras otra hasta llegar a aceptar la realidad del intento de golpe de estado. No obstante y pese a que Stauffenberg seguía manteniendo que Hitler había muerto, Fromm confirmó vía telefónica que la noticia no era cierta y cambió de bando, intentando arrestar al propio Stauffenberg en cuanto este puso los pies en la sede de los golpistas en Berlín. Dicho arresto fracasó debido a que el resto de participantes en la conjura se negaron a permitirlo.
A estas alturas de la película, Himmler ya había dado órdenes para detener la movilización de tropas, pero estas no habían llegado aún a la guarnición de Berlín, que rodeaba a sede ministerial de Joseph Goebbels, negandose a levantar el cerco pese a las órdenes de este. No es hasta las 7 de la tarde cuando Hitler se encuentra los suficientemente recuperado para llamar por teléfono al ministerio y ponerse en contacto con el mayor Otto Remer, comandante de las tropas que cercaban a Goebbels, ordenándole que levante el sitio y que ponga a sus soldados a trabajar para sofocar los últimos rescoldos de rebelión.

Sala de Wolfsschanze tras el atentado
Mientras todo esto ocurría en el ministerio, la sede golpista era un hervidero de peleas y traiciones de las que finalmente salió victorioso el general Fromm, quien ordenó ejecutar inmediatamente a los conjurados y se enfrascó en la ardua tarea de eliminar todo rastro de su propia participación en la intentona golpista... el problema es que no todo le salió tan bien como esperaba. Cuando llevaba ejecutados ya a varios excompañeros, un batallón de las SS se personó en el edificio con orden de parar las ejecuciones.
Conocedor de que Hitler no se iba a tomar la noticia nada bien, Fromm se presenta a la mañana siguiente en el Ministerio de Propaganda y le cuenta a Goebbels en presencia de Himmler que él ha sido el paladín que ha luchado contra los conjurados desde el interior de la sede golpista... como era de esperar, los jerifaltes no se creen una palabra y ordenan su arresto inmediato.

Si bien el atentado no tuvo todo el éxito que se esperaba, sí que tuvo consecuencias en la salud del Führer, que se vió afectado de una leve sordera crónica en su oído derecho y de una paranoia que le llevaba a tomar decisiones de modo errático e inconsistente. En cuanto a los participantes en el golpe, fueron fusilados o ahorcados durante los meses siguientes y, ya que estaban, los jerarcas nazis aprovecharon la ocasión para hacer una purga que acabó con la detención de unos 5.000 opositores al régimen y la ejecución de al menos 200 de ellos.

miércoles, 21 de noviembre de 2012

La autocanasta de Alocén

Hoy nos vamos a salir de la dinámica de batallas y personajes habitual del log para dedicarle unas líneas a una historia deportiva ocurrida, además, hace relativamente poco y que obligó a la federación internacional de baloncesto a cambiar la reglamentación vigente hasta ese momento: la autocanasta de Alocén.

Nuestro relato nos lleva hasta el día 18 de enero de 1.962. El Real Madrid de baloncesto jugaba su partido de ida correspondiente a los octavos de final de la Copa de Europa de aquel año en la cancha del más que correoso Varese italiano. El pabellón era una olla a presión y el equipo de Pedro Ferrándiz (por aquel entonces entrenador del Real Madrid) se las veía y se las deseaba para mantener la igualdad en el marcador a costa de cargar de faltas a sus jugadores más destacados.
Así pues, en los instantes finales del partido el tanteo era de 80 a 80 con posesión para los de Ferrándiz, quien se veía ya en una prórroga en la que, con los jugadores importantes del Real Madrid eliminados ya por acumulación de faltas, se preveía como una auténtica carnicería de puntos favorable al Varese. Ante esta tesitura, el entrenador español sacó a la pista al pívot Lorenzo Alocén con instrucciones concretas y con un único objetivo en mente: perder aquel partido, pues era preferible perder de tan sólo dos puntos (teniendo en cuenta que debían ugar la vuelta en Madrid) que arriesgarse a un tiempo extra que podía ser devastador para los intereses europeos de los madrileños.
El pívot aragonés sale al parquet y, ante el estupor general del pabellón, anota en su propia canasta. Al principio, los jugadores del Varese alzan los brazos celebrando la victoria pero, tras unos primeros instantes, se dan cuenta de la treta ideada por Ferrándiz y empiezan a protestar airadamente causando una auténtico pandemónium entre el público, por lo que la expedición madridista se ve obligada a abandonar la pista a todo correr.

Es cierto que esta maniobra no fue ni mucho menos ética... pero también es cierto que en ese momento no había ninguna regla que prohibiera las autocanastas y que a Ferrándiz no le pudo salir mejor la treta: en el partido de vuelta celebrado en el pabellón madrileño, el equipo español ganó al Varese remontando la diferencia de dos puntos y alcanzando la siguiente fase del campeonato. 
Aquel año, el Real Madrid llegarían a la final de la Copa de Europa (que perderían contra el Dinamo Tblisi), pero no sería recordado por el buen juego desplegado durante todo el torneo sino por la maniobra, para unos magistral y para otros deplorable, ideada por Ferrándiz: la autocanasta de Alocén.

miércoles, 14 de noviembre de 2012

Camino a la libertad

La entrada de hoy trata sobre una de esas historias de superación personal que tanto nos gustan: la historia de Witold Glinski, un disidente polaco que, junto con un grupo de compañeros fugados de un gulag, desafió los límites de la resistencia humana en busca de la libertad.

Witold Glinski
Nuestro viaje comienza en la Polonia de los albores de la II Guerra Mundial. Por aquel entonces, el país de Witold estaba atrapado entre el innegable poderío de la Unión Soviética y la furia emergente del Tercer Reich... y a ninguno de estos dos poderes enfrentados les importaba un pimiento lo que pudieran pensar los polacos al respecto de su guerra encubierta, así que pactaron repartirse el país por zonas de influencia cayendo nuestro protagonista y su familia en la zona soviética.
La historia de Witold no habría sido muy distinta de haber sucedido en la Polonia "alemana": él, joven idealista que abominaba de la política imperialista, no estaba muy de acuerdo con el régimen de Stalin, así que la policía política soviética hizo su trabajo y le deportó a un campo de prisioneros en Siberia. Lo malo es que Witold era un chico listo y no le gustaba demasiado el ambiente frío que se vivía en el gulag, de modo que los 25 años de trabajos forzados a los que había sido condenado por disidencia no le parecían una perspectiva nada atractiva. Desde el mismo momento en el que puso los pies en el nevado terreno de Siberia, el joven polaco aprovechó su inteligencia para memorizar mapas y entablar relaciones de cierta confianza con los guardianes del campo. Del mismo modo, Witold Glinski supo esperar pacientemente a que se dieran las condiciones ideales para su fuga, que se produjo el 9 de abril de 1.941 en medio de una intensa tormenta de nieve.
Perfectamente consciente de que los guardias soviéticos no iban a abandonar sus barracones en medio de una ventisca como aquella, Witold corrió hacia la alambrada que marcaba los límites del campo aprovechando que la copiosa nevada cubría sus huellas. Una vez allí cavó rápidamente un pequeño túnel y se introdujo por debajo del alambre de espino para después correr hacia el bosque. Lo que nuestro protagonista no había tenido en cuenta era que, pese a que los guardias no habían advertido sus movimientos, otros presos sí que lo habían hecho y le habían seguido colándose por su túnel. Lo que un principio se había planeado como la fuga de un sólo hombre se transformó en cuestión de minutos en la carrera contra la muerte de siete prisioneros casi sin comida y nefastamente pertrechados.

Ruta seguida por el grupo
El destino del viaje era Mongolia, el país más cercano fuera de la órbita soviética. Con este punto final en mente, los reclusos se pusieron en camino desafiando al frío de la tundra hasta llegar al clima algo más benigno de la taiga. La primera etapa del viaje se prolongó durante meses hasta que los fugitivos llegaron a las orillas del lago Baikal dejando atrás los cadáveres de varios compañeros consumidos por el hambre y el frío. Allí encontraron a una joven polaca llamada Kristina Polansk, que había huído a los bosques cuando unos rusos habían matado a sus padres e intentado violarla. Witold la acogió inmediatamente bajo su protección: era una boca más que alimentar, sí, pero la frontera mongola estaba relativamente cerca y, casi con total seguridad, la chica moriría sin su ayuda.
Pese a las protestas del resto del grupo, Kristina se unió a la expedición y empezó a marchar con los fugitivos bordeando el lago Baikal hacia la línea del Transiberiano. La chica era de natural afable y pronto empezó a granjearse la amistad del grupo... pero las cosas nunca ocurren como uno desea: los pies de Kristina estaban plagados de numerosas heridas, pues había huído de los rusos descalza, y la gangrena empezaba a correr por sus piernas. Los componentes del grupo se turnaron para llevarla en una camilla hacia la libertad, pero el esfuerzo no fue suficiente y Kristina murió antes de alcanzar la tan asiada frontera. La muerte de la chica supuso un gran golpe para el ánimo de los fugitivos, pero no podían rendirse; no ahora que la línea del Transiberiano estaba casi al alcance de la mano.
Atravesando los bosques para no dejarse ver en las aldeas, el grupo alcanzó por fin la frontera con Mongolia y entró en el país que les garantizaría su libertad... o que debería habersela garantizado de no haberse convertido en un estado comunista satélite de la todopoderosa Unión Soviética. Rusia no era segura; Mongolia  tampoco... ¿ahora qué?

Después de que la soñada libertad se les escapase entre los dedos, el grupo de Witold estaba extenuado y con el ánimo por los suelos, pero habían iniciado un viaje sin retorno y la rendición suponía una muerte segura. Debían cruzar al siguiente país no comunista, India, y para ello debían atravesar China, que les planteaba dos obstáculos insuperables: el desierto de Gobi y la cordillera del Himalaya.

Witold Glinski en la actualidad
Con la abnegación de los que saben que no tienen otra opción, lo fugitivos que habían sobrevivido a las planicies heladas de Siberia empezaron a caminar por las dunas hirvientes del desierto. Al igual que allí les azotaban constantes ventiscas, aquí las tormentas de arena eran muy frecuentes y convertían su ya de por sí difícil huída en un tormento. Pornto, las provisiones que habían esquilmado en las orillas del lago Baikal empezaron a escasear y el agua empezó a convertirse en un bien más preciado que el oro.
En el corazón del desierto, las temperaturas cambian drásticamente en cuestión de horas pasando de los cerca de 40 grados bajo un sol de justicia a los -40 que contemplan las noches más frías de Gobi. Finalmente y con un par de bajas más a sus espaldas, el grupo consiguió alcanzar las estribaciones montañosas del Himalaya y, tras ellas, la frontera de La India, donde se entregaron en un puesto de guardia británico.

De los 7 miembros originales de la expedición (8 si contamos a Kristina), sólo Witold y 3 más habían conseguido alcanzar la libertad tras un viaje de 11 meses que había llevado a los aventureros a recorrer casi 7.000 kilómetros a pie.