martes, 3 de enero de 2012

La batalla de los arenques

Imaginemos por un momento que nos encontramos en la Francia del siglo XV.  Corre el mes de febrero de 1.429 y el reino franco lleva ya 92 años en guerra con los ingleses, que mantienen bajo asedio la importante ciudad de Orleans desde octubre del año anterior. Se acerca la cuaresma y el delfín de Francia decide que ha llegado la hora de dar un golpe de efecto, por lo que pone en manos del conde de Clermont un ejército de 5.000 efectivos y le ordena marchar hacia la ciudad sitiada. De este modo se fragua lo que a día de hoy conocemos como la batalla de los arenques.

El día 11 de febrero de 1.429, un convoy de suministros inglés formado por 300 carretas cargadas de arenques se detiene a hacer noche en la pequeña aldea de Rouvray. Este convoy había salido de París escoltado por unos 500 arqueros, 1.000 hombres de armas y un número insignificante de caballeros y su destino era, como no podía ser de otra manera, Orleans.
Los rastreadores de la tropa francesa informan al conde de Clermont de los movimientos del enemigo y este decide, con acierto, salir al paso del convoy. Bien pensado, su ejército superaba en una proporción de casi cinco a uno a aquel grupo de ingleses... no debían suponer un gran problema y, si podía cortar las líneas de suministro de la hueste que sitiaba Orleans, ¿por qué no hacerlo?

Batalla de los arenques
El combate comienza al día siguiente. El comandante inglés, Sir John Falstolf, era un experimentado militar y, como tal, anticipa el movimiento francés ordenando a los conductores de las carretas que formen un círculo de protección en torno a su tropa. Este círculo debe quedar abierto únicamente en dos puntos fuertemente protegidos para que los temibles arqueros de tiro largo puedan hacer su trabajo.
Los de Clermont, por su parte, se sitúan en lo alto de una loma y empiezan a desplegar la artillería que llevaban con ellos. El conde ordena a todos sus hombres que permanezcan montados y deja claro que los únicos que deben bajar de su caballo son los ballesteros y los artilleros.
Los ejércitos están desplegados, el campo listo y la batalla está servida.

Desde primera hora de la mañana, los cañones franceses empiezan a bombardear la caravana. La cadencia es lenta pero segura y los artilleros permanecen en todo momento fuera del alcance de los arqueros. Además, una carga de los escasos jinetes ingleses contra las líneas enemigas constituiría un suicidio en toda regla... y Falstolf lo sabe; de modo que sus hombres no pueden hacer nada aparte de atrincherarse entre los carros y rezar para que no les arranque la cabeza una bola de acero.
La suerte sonrie a los francos, que bombardean el convoy sin prisa pero sin pausa, sabedores de que la victoria está al alcance de la mano... ¿o tal vez no?
El problema lo produjo un contingente de 1.000 escoceses comandados por Sir John Steward e integrados en la hueste francesa.

Los escoceses, recién salidos de su propias Guerras de Independencia, profesaban a los ingleses un odio que rayaba lo enfermizo y que no les permitía estar a tan poca distancia de las tropas de Falstolf sin hacer nada más que mirar como la artillería hacía todo el trabajo.
Emborrachándose de ardor guerrero, Steward ordena a sus 1.000 escoceses que carguen contra la caravana inglesa a galope tendido y espada en mano. A partir este momento, toda la estrategia desarrollada por Clermont se viene abajo como un castillo de naipes.

Batalla de los arenques
Los arcos ingleses, de unos dos metros de longitud y capaces de alcanzar una tensión de 82 kg (los arcos largos modernos no llegan a los 27 kg) empiezan a silbar en cuanto los escoceses se ponen a tiro. Los arqueros ingleses son los mejores en su trabajo y han sido entrenados durante toda su vida para que sus disparos sean mortales de necesidad a una distancia de 200 metros, así que llenan el cielo con centenares de flechas que provocan una auténtica carnicería entre los caballeros de Steward.
Clermont empieza a ver la sombra de la derrota planeando sobre su hueste y, en un intento desesperado por dar la vuelta a la situación provocada por los escoceses, ordena a sus hombres emprender una devastadora carga contra la brecha dejada por los de Falstolf en en círculo de carretas.
La línea de artillería se abre y los cascos de los caballos resuenan al pasar entre los cañones. En cuanto alcanza la tierra de nadie, la columna francesa con Clermont a la cabeza emprende el galope y se lanza contra la brecha... pero las flechas inglesas siguen oscureciendo el sol y los caballeros que consiguen alcanzar con vida la línea de carretas son aniquilados rápidamente por los hombres de armas de Falstolf.

El espacio entre las carretas es demasiado estrecho para luchar a caballo, por lo que la infantería inglesa da buena cuenta de hombres y bestias por igual provocando la desbandada de los caballeros franceses que aún quedaban en pie.
Como es bien sabido, una hueste en retirada es un blanco fácil para el ejército vencedor, por lo que Falstolf ordena a sus escasos jinetes que monten y emprendan la persecución de los franceses.
¿El resultado? Lo que debería haber sido una victoria fácil para el ejército de Clermont se salda con 400 escoceses y 200 franceses muertos (el resto huyendo en desbandada). En el bando inglés, la batalla termina con la muerte de cuatro soldados y un par de carreteros.

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