Estamos en el año 1.527, Carlos V ha sido nombrado emperador del Sacro Imperio hace 7 años y los campos de batalla del norte de Italia han visto ya auténticas riadas de sangre. Parece que la suerte sonríe al Sacro Imperio, pues los imperiales han tomado Milán y se han hecho con el control del norte de Italia; pero el Papa Clemente VII no está por la labor de perder su posición de dominio en favor del Imperio, así que da su apoyo a Francia en un intento por dar un vuelco a la situación... y vaya si lo dió.
Clemente VII |
En un principio, el ejército imperial las pasó canutas ante el poderío francés pero, finalmente, consiguió imponerse con mucho sudor y muchas bajas por parte de ambos bandos.
Un ejército de 34.000 hombres no es barato de mantener así que, cuando llegó la hora de rascarse el bolsillo, los comandantes se encontraron con que no tenían dinero suficiente para pagar la soldada. Como era de esperar, este pequeño inconveniente no le pareció tan pequeño a la tropa, que se amotinó y obligó a su comandante en jefe, el duque de Borbón, a enfilar hacia Roma: si el Sacro Imperio no estaba en condiciones de pagarles, los soldados se cobrarían allí lo que era suyo y lo que no.
Una columna formada por 10.000 españoles, 10.000 mercenarios alemanes y otros 14.000 hombres entre infantería italiana y caballería llegan a las murallas de Roma el día 5 de mayo. La formación de los imperiales rebosa mala leche por los cuatro costados y el Papa observa el despliegue desde el vaticano con los huevos, como suele decirse, de corbata.
Al día siguiente, el ejército imperial inicia el asalto contra unas murallas mal defendidas por 189 guardias suizos y 5.000 milicianos a las órdenes de Renzo da Ceri. El ataque es brutal y los imperiales rebasan las pobres defensas rápidamente. Algunos tramos de muralla todavía resisten, pero será por poco tiempo.
El duque de Borbón, pese al creciente cabreo de sus tropas, consigue imponer una mínima disciplina que mantiene a los soldados atados en corto... pero alguien, se dice que fue el artista Benvenuto Cellini, decide que sería una buena idea pegarle un tiro a aquel imperial insolente. La puntería no le falló, pero la intuición sí.
Con la muerte de su comandante en jefe, los soldados quedan sin mando y deciden que ha llegado la hora de cobrar su salario. Con la indisciplina por bandera, los imperiales asaltan los tramos de muralla que quedan y empiezan a desplegarse por la capital de los Estados Pontificios.
Lo primero que hacen es ejecutar sumarísimamente a un grupo de 1.000 defensores que se empecinaba en resistir. Acto seguido ponen rumbo al Vaticano reclamando la cabeza de Clemente VII.
La situación es, por decirlo de un modo suave, bastante tensa. Los soldados imperiales están desatados y 147 de los 189 guardias suizos dan su vida en una batalla encarnizada con el fin de dar tiempo al Papa para que huya hacia Castel Sant'Angelo por un pasadizo secreto. Una vez que caen los guardias suizos, la cuidad queda a merced de los imperiales, que no tardan ni cinco minutos en empezar a saquearla matando, ya que están puestos, a la población.
Tres días después de la entrada de los imperiales, llegó a la ciudad el cardenal Pompeo Colonna, enemigo personal del Papa. Traspasó las puertas (o lo que quedaba de ellas) seguido por un buen número de campesinos de sus feudos deseosos de unirse al saqueo... pero como estaría la cosa, que a Colonna se le puso tan mal cuerpo que decidió dar asilo en su palacio personal a un buen número de ciudadanos romanos.
Viendo el percal, un comandante de caballería llamado Filiberto ordenó el cese inmediato de los disturbios. Lógicamente, los soldados estaban demasiado ocupados robando, violando y matando (no necesariamente por este orden) a la población romana que aún aguantaba el tirón, así que le hicieron más bien poco caso.
La ciudad ardía, los cadáveres se amontonaban en las calles y Clemente VII asistía al espectáculo desde su palco privilegiado en Castel Sant'Angelo. Si cuando empezó el saqueo estaba muerto de miedo, no es necesario explicar el estado de ánimo que tenía en ese momento. Su estrategia consistía en refugiarse tras los muros y lanzar mensajes de socorro en todas direcciones con la esperanza de que alguien acudiera en su ayuda.
El día 1 de junio, casi un mes después del asalto a las murallas, llegó a Roma un contingente italiano comandado por Francesco Maria della Rovere y Michele Antonio de Saluzzo. Los imperiales no habían terminado con su labor y, por lo tanto, no estaban dispuestos a entregar su botín de guerra a los italianos, así que arremetieron contra el ejército enemigo y lo arrasaron en un abrir y cerrar de ojos.
Finalmente, el día 6 de junio, Clemente se rindió y compró su propia vida a los imperiales por la cifra nada desdeñable de 400.000 ducados y las ciudades de Parma, Piacenza, Civitavecchia y Módena.
Las tropas se retiraron de Roma dejando tras de sí un montón de escombros humeantes. Oficialmente, Carlos V quedó muy disgustado por el comportamiento de sus tropas e incluso vistió luto en recuerdo de los ciudadanos romanos caídos; lo que pensara extraoficialmente ya es harina de otro costal.
De cualquier manera, el Papa se cuidó durante el resto de su vida de no hacer ni un sólo movimiento que pudiera ofender aunque fuera mínimamente al Sacro Imperio o al propio Carlos V.
Una columna formada por 10.000 españoles, 10.000 mercenarios alemanes y otros 14.000 hombres entre infantería italiana y caballería llegan a las murallas de Roma el día 5 de mayo. La formación de los imperiales rebosa mala leche por los cuatro costados y el Papa observa el despliegue desde el vaticano con los huevos, como suele decirse, de corbata.
Al día siguiente, el ejército imperial inicia el asalto contra unas murallas mal defendidas por 189 guardias suizos y 5.000 milicianos a las órdenes de Renzo da Ceri. El ataque es brutal y los imperiales rebasan las pobres defensas rápidamente. Algunos tramos de muralla todavía resisten, pero será por poco tiempo.
El duque de Borbón, pese al creciente cabreo de sus tropas, consigue imponer una mínima disciplina que mantiene a los soldados atados en corto... pero alguien, se dice que fue el artista Benvenuto Cellini, decide que sería una buena idea pegarle un tiro a aquel imperial insolente. La puntería no le falló, pero la intuición sí.
Sacco di Roma |
Lo primero que hacen es ejecutar sumarísimamente a un grupo de 1.000 defensores que se empecinaba en resistir. Acto seguido ponen rumbo al Vaticano reclamando la cabeza de Clemente VII.
La situación es, por decirlo de un modo suave, bastante tensa. Los soldados imperiales están desatados y 147 de los 189 guardias suizos dan su vida en una batalla encarnizada con el fin de dar tiempo al Papa para que huya hacia Castel Sant'Angelo por un pasadizo secreto. Una vez que caen los guardias suizos, la cuidad queda a merced de los imperiales, que no tardan ni cinco minutos en empezar a saquearla matando, ya que están puestos, a la población.
Tres días después de la entrada de los imperiales, llegó a la ciudad el cardenal Pompeo Colonna, enemigo personal del Papa. Traspasó las puertas (o lo que quedaba de ellas) seguido por un buen número de campesinos de sus feudos deseosos de unirse al saqueo... pero como estaría la cosa, que a Colonna se le puso tan mal cuerpo que decidió dar asilo en su palacio personal a un buen número de ciudadanos romanos.
Viendo el percal, un comandante de caballería llamado Filiberto ordenó el cese inmediato de los disturbios. Lógicamente, los soldados estaban demasiado ocupados robando, violando y matando (no necesariamente por este orden) a la población romana que aún aguantaba el tirón, así que le hicieron más bien poco caso.
Carlos V |
El día 1 de junio, casi un mes después del asalto a las murallas, llegó a Roma un contingente italiano comandado por Francesco Maria della Rovere y Michele Antonio de Saluzzo. Los imperiales no habían terminado con su labor y, por lo tanto, no estaban dispuestos a entregar su botín de guerra a los italianos, así que arremetieron contra el ejército enemigo y lo arrasaron en un abrir y cerrar de ojos.
Finalmente, el día 6 de junio, Clemente se rindió y compró su propia vida a los imperiales por la cifra nada desdeñable de 400.000 ducados y las ciudades de Parma, Piacenza, Civitavecchia y Módena.
Las tropas se retiraron de Roma dejando tras de sí un montón de escombros humeantes. Oficialmente, Carlos V quedó muy disgustado por el comportamiento de sus tropas e incluso vistió luto en recuerdo de los ciudadanos romanos caídos; lo que pensara extraoficialmente ya es harina de otro costal.
De cualquier manera, el Papa se cuidó durante el resto de su vida de no hacer ni un sólo movimiento que pudiera ofender aunque fuera mínimamente al Sacro Imperio o al propio Carlos V.
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