Para la entrada de hoy deberemos volver la vista de nuevo hacia el mundo antiguo, concretamente hacia la convulsa Grecia del siglo V a.C. Por aquel entonces, las hordas del imperio persa campaban a sus anchas por todo el norte de la Hélade con su emperador, Jerjes I, a la cabeza. Los orientales habían ganado el acceso a Grecia pagando un altísimo coste en las Termópilas, pero ahora Atenas era suya y sólo el Peloponeso se interponía entre Jerjes y el sometimiento total de los griegos. La imponente armada persa intentó conseguir el dominio marítimo en la batalla naval de Salamina... pero la flota aliada con los atenienses expulsados de su ciudad a la cabeza se impuso haciendo una escabechina en la armada imperial.
A estas alturas de la guerra Jerjes ya sabía de sobra como se las gastaban los griegos, de modo que se retira hacia Asia con la mayor parte de su ejército dejando a su lugarteniente Mardonio con una fuerza que Heródoto estima en 300.000 hombres y con la orden de aplastar la resistencia griega.
Grecia durante las Guerras Médicas |
Viendo que la alianza helénica gana cohesión por momentos, Mardonio decide retirarse a Tesalia para pasar el invierno del año 480 a.C., momento que los atenienses aprovechan para recuperar su ciudad... pero el invierno no fue ni mucho menos ocioso para el general persa, que aprovechó el intervalo para reabastecer a su ejército y para idear la manera de crear disensiones entre las ciudades-estado que aún resistían en el Peloponeso.
En la primavera del año 479 a.C., Mardonio decide atacar el ego de los atenienses ofreciéndoles nuevos territorios y autogobierno con la condición de que se sometan a Jerjes. Los de Atenas escuchan la oferta persa sabiendo desde el principio que no la van a aceptar, pues insisten en que haya una delegación espartana presente en las negociaciones. Los persas, por su parte, cometen el error de enviar como emisario a Alejandro I de Macedonia, al que los griegos consideran un "semi-bárbaro" vendido al poder de Jerjes así que, como era de esperar, la oferta es despreciada.
Mardonio, a quien no le hace ninguna gracia el desplante de los griegos, avanza con su hueste y entra a sangre y fuego en Atenas tomando de nuevo la ciudad. Los atenienses se ven obligados a evacuar su hogar y a refugiarse, una vez más, en Salamina, desde donde empiezan a enviar embajadas en busca de ayuda.
Las ciudades empiezan a responder a la llamada ateniense, pero Esparta guarda silencio. Al fin y al cabo, ¿qué podía importarles a los lacedemonios la caída de Atenas? Leotíquidas II, rey de Esparta, se niega a mover ficha y los atenienses se impacientan cada vez más.
Afortunadamente para la coalición griega, la razón entra finalmente en la cabeza del lacedemonio y, cuando los últimos embajadores atenienses llegan a Esparta con un últimatum, son informados de que una fuerza de hoplitas espartanos está ya en camino para enfrentarse a los persas.
El general Mardonio había sido testigo en las Termópilas de lo que un grupo de espartanos bien comandados era capaz de hacer, así que cuando se entera de que Lacedemonia ha movilizado a la mayor fuerza de su historia... bueno, digamos que empezó a ponerse ligeramente nervioso. No obstante y como hombre de guerra que era, el general persa es consciente de que su infantería no tiene nada que hacer frente a la formación cerrada de las falanges griegas, de modo que se retira hacia Tebas en busca de un territorio más propicio para un arma en el que sí superaba con mucho a los helenos: la caballería.
Llegados a este punto, Mardonio ordena levantar un campamento fortificado a orillas del río Asopo; junto a una llanura que debe servir como campo de batalla.
Los griegos, conscientes a su vez de la superioridad persa en materia de unidades montadas, no están muy por la labor de pelear en la planicie, por lo que rodean el campamento de Mardonio y marchan campo a través por el monte Citerón hasta las proximidades de la ciudad de Platea, lo que coloca al ejército aliado en una posición elevada sobre el campamento persa. La batalla está servida.
Formaciones iniciales |
En la ladera del monte Citerón y siempre hablando de las estimaciones de Heródoto forma una fuerza aliada de 110.000 griegos. En la planicie, en la otra orilla del río Asopo, la hueste persa está compuesta por 300.000 hombres de varias nacionalidades.
Estamos en el mes de agosto y el calor es sofocante a las puertas del Peloponeso, por lo que Mardonio quiere acabar con la molesta resistencia lo más rápido posible. Confiado en que los griegos abandonarían sus posiciones para bajar a la llanura, el comandante persa envía a la caballería para hostigar las líneas helenas. La consigna es sencilla: ataque fulminante y retirada relámpago; si los griegos quieren acabar con la caballería deberán bajar a buscarla.
La estrategia funciona y las primeras líneas griegas empiezan a ponerse nerviosas y a cargar contra los caballeros, pero la fortuna sonríe una vez más a las falanges, que consiguen alcanzar y dar muerte a Masistio, comandante de la tropa montada, antes de que consiga llegar a la planicie.
Al igual que ocurre con una serpiente, al decapitar la columna persa el resto de la tropa se desmorona y emprende una huída con rumbo a su campamento, lo que obliga a Mardonio a cambiar su política provocando un periodo de "calma chicha" que se prolonga durante 10 días.
Durante este tiempo la estrategia persa da un giro para centrarse en cortar las líneas de suministros griegas y su acceso a la única fuente de agua potable disponible en las proximidades, lo que consiguen con brillantez provocando la retirada de las falanges en la noche del décimo día.
El repliegue griego tendría que haber sido ordenado, pero pronto se convirtió en un caos. Dado el gran número de tropas involucradas en el movimiento y la oscuridad que lo envolvía todo, se produjo la situación de que las primeras líneas helenas habían llegado casi a Platea mientras los últimos contingentes (los espartanos y tegeos) aún permanecían en la ladera del Citerón.
Al amanecer, Mardonio contempla la ladera del monte y piensa que los griegos han emprendido una retirada total, así que ordena a lo más granado de su infantería que parta en persecución de las falanges... pero la cosa no sale exactamente como el persa esperaba. Viendo el avance de la infantería, el campamento de Mardonio se desmanda y casi toda la hueste cruza el Asopo para cargar ladera arriba contra los griegos en retirada, quienes, sin pretenderlo, consiguen una posición ventajosa para recibir la embestida.
En este momento se produce lo que Mardonio temia desde el principio: un choque entre la infantería persa y las falanges griegas. Los asiáticos combatían con escudos de mimbre y lanzas cortas, protegiéndose como buenamente podían mientras las defensas de bronce de los griegos destrozaban las suyas y las largas lanzas de los hoplitas provocaban una auténtica carnicería entre las primeras filas.
Lo que debía haber sido una carga victoriosa degenera en una estampida con los griegos detrás tirando de xiphos (espada corta) y exterminando a la horda de Mardonio.
Debido a lo desordenado de la retirada griega, la batalla se desarrolló paralelamente en varios puntos, de modo que unos contingentes debieron soportar más presión mientras que otros ni siquiera llegaron a entrar en la refriega. Fueron estos últimos los que, henchidos de ardor por la victoria de sus camaradas, cargaron ladera abajo cruzando el Asopo hasta el campamento persa, donde pasaron por la espada a los pocos que aún resistían tras la empalizada.
Las cifras arrojadas por Heródoto, si bien deben ser tomadas con extrema cautela, hablan por si mismas. Al final de aquella jornada descansaban en la ladera del Citerón los cuerpos de 159 griegos y de 257.000 persas. Es decir, los griegos habían perdido el 0,14 % de sus fuerzas mientras que las bajas en el lado de Mardonio (él mismo incluído) ascendían a casi un 86 % del total de sus efectivos.
Con este balance no es de extrañar que los persas salieran de la Hélade con el rabo entre las piernas. Gracias a la intervención de las ciudades-estado griegas, la ambiciosa empresa expansionista de Jerjes quedó en agua de borrajas y Europa se vió libre, por el momento, del poder asiático.
Estamos en el mes de agosto y el calor es sofocante a las puertas del Peloponeso, por lo que Mardonio quiere acabar con la molesta resistencia lo más rápido posible. Confiado en que los griegos abandonarían sus posiciones para bajar a la llanura, el comandante persa envía a la caballería para hostigar las líneas helenas. La consigna es sencilla: ataque fulminante y retirada relámpago; si los griegos quieren acabar con la caballería deberán bajar a buscarla.
La estrategia funciona y las primeras líneas griegas empiezan a ponerse nerviosas y a cargar contra los caballeros, pero la fortuna sonríe una vez más a las falanges, que consiguen alcanzar y dar muerte a Masistio, comandante de la tropa montada, antes de que consiga llegar a la planicie.
Al igual que ocurre con una serpiente, al decapitar la columna persa el resto de la tropa se desmorona y emprende una huída con rumbo a su campamento, lo que obliga a Mardonio a cambiar su política provocando un periodo de "calma chicha" que se prolonga durante 10 días.
Durante este tiempo la estrategia persa da un giro para centrarse en cortar las líneas de suministros griegas y su acceso a la única fuente de agua potable disponible en las proximidades, lo que consiguen con brillantez provocando la retirada de las falanges en la noche del décimo día.
El repliegue griego tendría que haber sido ordenado, pero pronto se convirtió en un caos. Dado el gran número de tropas involucradas en el movimiento y la oscuridad que lo envolvía todo, se produjo la situación de que las primeras líneas helenas habían llegado casi a Platea mientras los últimos contingentes (los espartanos y tegeos) aún permanecían en la ladera del Citerón.
Al amanecer, Mardonio contempla la ladera del monte y piensa que los griegos han emprendido una retirada total, así que ordena a lo más granado de su infantería que parta en persecución de las falanges... pero la cosa no sale exactamente como el persa esperaba. Viendo el avance de la infantería, el campamento de Mardonio se desmanda y casi toda la hueste cruza el Asopo para cargar ladera arriba contra los griegos en retirada, quienes, sin pretenderlo, consiguen una posición ventajosa para recibir la embestida.
Desarrollo de la batalla |
Lo que debía haber sido una carga victoriosa degenera en una estampida con los griegos detrás tirando de xiphos (espada corta) y exterminando a la horda de Mardonio.
Debido a lo desordenado de la retirada griega, la batalla se desarrolló paralelamente en varios puntos, de modo que unos contingentes debieron soportar más presión mientras que otros ni siquiera llegaron a entrar en la refriega. Fueron estos últimos los que, henchidos de ardor por la victoria de sus camaradas, cargaron ladera abajo cruzando el Asopo hasta el campamento persa, donde pasaron por la espada a los pocos que aún resistían tras la empalizada.
Las cifras arrojadas por Heródoto, si bien deben ser tomadas con extrema cautela, hablan por si mismas. Al final de aquella jornada descansaban en la ladera del Citerón los cuerpos de 159 griegos y de 257.000 persas. Es decir, los griegos habían perdido el 0,14 % de sus fuerzas mientras que las bajas en el lado de Mardonio (él mismo incluído) ascendían a casi un 86 % del total de sus efectivos.
Con este balance no es de extrañar que los persas salieran de la Hélade con el rabo entre las piernas. Gracias a la intervención de las ciudades-estado griegas, la ambiciosa empresa expansionista de Jerjes quedó en agua de borrajas y Europa se vió libre, por el momento, del poder asiático.
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