Estamos en Moscú a día 16 de enero de 1.918. La revolución ha culminado con éxito provocando la caída de los zares e instaurándo en su lugar un régimen leninista que pretende mostrar su poder ante todos desde el primer momento. Anatoli Lunacharski, el Comisario del pueblo para la Instrucción Pública ha conseguido convocar el juicio que todo el mundo en Rusia quiere ver.
A un lado de la sala, la fiscalía del Estado se alza segura de su victoria mientras que en el banquillo de los acusados se sienta Dios... bueno, exactamente no era Dios (que por lo visto decidió no acudir al juicio), sino una Biblia que debía representarle.
La sala, llena hasta la bandera, se sumerge en un silencio estremecedor cuando el fiscal empieza a recitar la lista de cargos de los que se acusa a Dios, entre los que destacan los de genocidio y crímenes contra la humanidad. El abogado defensor intenta defender a su representado presentando los atenuantes de grave trastorno de la personalidad y severa demencia, pero el jurado no quiere ni oír hablar de absolución: los crímenes que se están juzgando son gravísimos y la denuncia proviene del pueblo ruso y, por ende, de toda la raza humana. A todo esto, el acusado no dice ni pío.
El juicio se prolongó durante horas y el veredicto final fue demoledor: Dios fue hallado culpable de todos los crímenes de los que había sido acusado y fue condenado a morir fusilado en un acto que debía celebrarse en la mañana del día siguiente, sin posibilidad de aplazamientos ni apelaciones.
Así, el día 17 de enero a las 6:30 horas, un pelotón disparó al cielo cinco ráfagas de ametralladora (se ve que el acusado tampoco quiso asistir a su propio fusilamiento) cumpliendo la sentencia dictada por el tribunal y matando al mismísimo Dios.
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