A finales de enero de 1.945 se daba el pistoletazo de salida a la batalla de la Isla Ramree, un terruño frente a las costas de Birmania que no le importaba ni siquiera a los soldados que la defendían pero que, por su situación, tenía un alto valor estratégico para el alto mando. Por esta razón los ingleses no escatimaron medios para la toma de la isla y enviaron a Birmania un fortísimo contingente de infantería respaldado por barcos y aviones de la RAF que bombardearon la costa de Ramree para que los soldados pudieran asegurar una cabeza de playa y efectuar el desembarco masivo de tropas. Los japoneses que formaban la guarnición asignada a Ramree opusieron una feroz resistencia, pero la expedición británica era tan poderosa que pronto consiguió separar en dos las fuerzas niponas dejando aislado en el norte de la isla a un grupo de unos 1.000 soldados. Entonces, los británicos atacaron la posición norte obligando a los pocos japoneses que allí quedaban a huír en un intento de establecer contacto con el resto del contingente nipón, situado 16 kilómetros hacia el sur.
Manglar |
A partir de este punto de nuestra historia conviene que hagamos un pequeño ejercicio de imaginación y nos pongamos en la piel de uno de aquellos soldados japoneses: estamos en pleno febrero en una zona del planeta que se caracteriza por su clima tropical. Un calor asfixiante se une a la humedad que sale de los manglares contribuyendo al agotamiento que arrastramos por el más de medio mes que llevamos combatiendo contra los británicos y ahora, por si esto fuera poco, el alto mando nos pide que atravesemos a pie 16 kilómetros de pantano para reunirnos con nuestros compañeros.
Con cara de resignación y un reguero de sudor cayendo desde las sienes nos metemos en el manglar guardando la formación... pero el fondo es cenagoso, nuestros pies se enganchan constantemente en raíces y árboles hundidos y el agua nos llega por la cintura obligándonos a mantener el fusil en alto, por lo que el orden de marcha pronto se rompe y todo el contingente se disgrega en pequeños grupos que avanzan a duras penas. De pronto, se escucha un chapoteo y uno de los compañeros que marchan a unos 20 metros por la izquierda se hunde en el agua. Nadie sabe que ha pasado pero, unos segundos más tarde, el compañero emerge de nuevo con una raíz en la mano. Sólo ha tropezado y las risas de alivio se extienden entre los 900 soldados que formamos el contingente: estamos en el corazón del manglar y no tenemos intención de perder a ningún hombre. Un par de minutos después, otro chapoteo hace desaparecer a un artillero a nuestra derecha. Las risas hacen de nuevo acto de presencia, pero se van acallando a medida que pasa el tiempo y nuestro compañero no sale a la superficie. Empiezan entonces unos segundos de angustia en los que algunos se plantean bucear en su busca por si ha quedado atrapado entre las ramas del fondo... pero todo cambia cuando, en el sitio en el que ha caído nuestro compañero, sale a la superficie un borbotón de sangre que tiñe de rojo el agua parduzca del manglar.
El silencio que envolvía la marcha hasta ese punto se convierte entonces en una carrera alocada en la que cada uno hace la guerra por su cuenta. Los hombres que marchan en los flancos empiezan a correr hacia los bordes del manglar pero, en cuanto ponen los pies fuera de la zona pantanosa, los soldados ingleses los ametrallan. Nadie sabe que está pasando y la oscuridad es total, pero sea lo que sea que se esconde en el manglar, no puede ser peor que morir fusilado por la soldadesca británica... ¿o tal vez sí?
Cocodrilo marino |
La cortina de fuego establecida por los ingleses nos obliga a regresar al cenagal. El agua nos llega ya por el pecho y avanzamos despacio, con los pies enganchándose en el fondo y sosteniendo el fusil por encima de la cabeza. El silencio es casi tan denso como la oscuridad, sólo rota de vez en cuando por el resplandor de una ráfaga disparaza al azar y seguida en la mayoría de las ocasiones por un chapoteo y una serie de chasquidos aterradores. Los hombres van cayendo uno tras otro y el olor de la sangre llena pronto el manglar de gritos. Los disparos se suceden en intervalos más cortos cada vez, pero no hay defensa posible y sólo podemos avanzar lo más rápido que podemos con la absurda esperanza de llegar de una pieza al final de aquellos malditos 16 kilómetros.
A nuestra espalda se oye un alarido y, al volver la mirada, vemos como "algo" emerge del agua llevándose al fondo al soldado que marcha dos puestos por detrás de nosotros. El pobre desgraciado sale a la superficie braceando y gritando como un loco solo para que (por fin podemos verlo con claridad) un cocodrilo enorme lo parta literalmente en dos de un mordisco. Descargamos un montón de balas sobre aquella bestia y, finalmente, conseguimos que suelte a nuestro compañero... pero el cuerpo está destrozado.
Empezamos a correr todo lo que podemos mientras a nuestro alrededor se desata el infierno. Las posiciones aliadas no deben estar ya demasiado lejos, pero los chasquidos, los gritos, los chapoteos y los disparos inundan el aire con una cacofonía enloquecedora.
Cuando por fin conseguimos salir del manglar, el recuento arroja una cifra de 880 desaparecidos a lo largo de 16 kilómetros de pantano.
La jornada del 19 de febrero en Ramree se convirtió en la mayor matanza de seres humanos llevada a cabo por animales hasta la fecha. La escena fue tan impactante que hasta el naturalista británico Bruce Wright escribió al respecto: "Esa noche fue la más horrible que cualquiera de la dotación de la ML [lanchón de desembarco de la infantería de marina] haya visto nunca. Entre el esporádico sonido de los disparos podían oirse los gritos de los hombres heridos, aplastados en las fauces de los enormes reptiles, y el vago, inquietante y alarmante sonido de de los cocodrilos girando creaba una cacofonía infernal que rara vez se ha igualado en la Tierra. Al amanecer llegaron los buitres para limpiar lo que los cocodrilos habían dejado... Del alrededor de 1000 soldados japoneses que entraron en los pantanos de Ramree, sólo unos 20 fueron encontrados con vida."
No obstante, debemos alegar "en defensa de los cocodrilos" que los testimonios que han llegado a nuestros días respecto a lo que pasó frente a las costas birmanas provienen únicamente del bando inglés y que otras causas como los escorpiones, las serpientes o la simple falta de agua potable contribuyeron también a la enorme mortandad sufrida por el bando nipón.
No hay comentarios:
Publicar un comentario