Hoy viajaremos al siglo XI por un camino que nos llevará desde el extremo norte de la vieja Europa hasta el corazón de una Inglaterra devastada pasando por el Mediterráneo y por los oropeles que envolvían la eterna Bizancio. Hoy hablaremos de un guerrero entre guerreros, de un hombre capaz de poner a sus pies un reino con la fuerza de su brazo. Hoy hablaremos de Harald Hardrada, el último rey vikingo de Noruega.
Nuestra historia comienza en un campo de batalla cercano a la localidad de Stiklestad en el año 1.030. Allí, Olaf II, rey de Noruega, observa respaldado por 3.600 hombres cómo forma ante él una hueste de campesinos que ronda los 14.000 efectivos. Olaf sabe que no puede ganar pero, aún así, ordena a sus hombres que formen un muro de escudos mientras ve, henchido de orgullo, cómo su hermanastro de apenas 15 años empuña la lanza y se une en silencio a la soldadesca. Sonríe; no tiene miedo, pues sabe que le aguarda la vida eterna, así que cuando el rey ordena el avance empieza a caminar sin vacilar, ajustando su paso al de los hombres de armas para no romper el muro de escudos.
La batalla va a producirse porque Olaf (de confesión cristiana) ha decidido que ya va siendo hora de que sus súbditos abandonen el paganismo... lo malo es que los campesinos aferrados a las viejas costumbres no están muy por la labor de dejarse evangelizar, pero Harald, pues así se llama el muchacho, no entiende aún de política. Por lo que a él respecta, la lucha debe tener lugar porque el rey, su hermanastro, así lo ha ordenado.
El choque de escudo contra escudo saca al chico de sus pensamientos y le devuelve a la realidad con un castañeteo de dientes. Una lanza aparece por encima del escudo de su adversario y le abre una herida de consideración pero Harald, sumergido de lleno en el fragor del combate, ni siquiera lo nota y, en lugar de protegerse tras el borde reforzado de su parapeto, empuña su propia lanza por debajo del muro rival rajando el abdomen de su oponente de parte a parte y desparrando sus vísceras sobre el suelo sólo para que otro campesino armado ocupe el lugar del finado. A lo largo de toda la línea, los soldados de Olaf (bastante mejor entrenados y pertrechados que sus contrincantes) despachan granjeros a un ritmo tan alto que los hombres de armas empiezan a creer que la victoria es posible.
Harald sangra abundantemente, pero no le importa: el frenesí de la batalla se ha apoderado de su mente y no deja pasar ninguna sensación más; ahora lo único que importa es aniquilar a los rebeldes. El sudor apelmaza sus cabellos bajo el casco y una sonrisa blanca parte su cara como un tajo entre las salpicaduras de sangre enemiga. Harald está en su esplendor. De repente, un aullido parte desde el otro lado de la línea: el rey ha recibido un lanzazo en la rodilla y los rebeldes han aprovechado su caída para asaetearlo hasta la muerte. Ante la noticia que se propaga como la pólvora por el muro de escudos, Harald pierde la concentración un segundo, el tiempo justo para que el borde herrado de una rodela impacte contra su mandíbula y le derribe sin conocimiento saltándole de paso un par de dientes.
Cuando el joven se despierta, el campo de batalla está desierto de combatientes. En el aire calmo de la tarde suenan como truenos los graznidos de los cuervos, que compiten con los aullidos lastimeros de los moribundos en una cacofonía infernal. Se levanta, terriblemente dolorido pero consciente de que su hermanastro ha muerto en combate. ¿Qué debía hacer ahora? ¿Qué iba a ser de él? No lo sabe, pero si tiene una cosa clara: no está dispuesto a ser el portador de la mala nueva, a volver a su casa con la vergüenza de la derrota y de la muerte del rey. Ha llegado la hora de partir en busca de nuevos horizontes.
Tras la batalla de Stiklestad, solo y sin nada que perder, Harald vagó por los territorios de la actual Rusia ofreciendo su espada y su lanza al mejor postor. Su experiencia en combate era corta, pero sus habilidades y la locura que se apoderaba de él en el campo de batalla le ayudaron a labrarse un nombre y, rápidamente, su cotización empezó a subir como la espuma. Los señores se peleaban por contratar los servicios de aquel hombre, un vikingo llegado del norte que pujaba al alza y al que le importaba bien poco el resultado de las batallas en las que participaba. Su día a día se limitaba a sobrevivir y matar a tantos enemigos como fuera posible pero, poco a poco, los conflictos entre rus se le fueron quedando pequeños así que, en el año 1.035, se echó el petate al hombro y se plantó ante las puertas de Bizancio.
Harald se había labrado una reputación en Rusia, pero esta no le servía de nada en el corazón del imperio: había que empezar de nuevo desde el escalón más bajo, pero la adversidad nunca constituyó un obstáculo para nuestro protagonista, así que se alistó en la Guardia Varega al servicio de la emperatriz Zoe Porfirogeneta.
Las cosas empezaban a funcionar bien una vez más. Harald tuvo pronto la oportunidad de demostrar su valía en las campañas de Anatolia, Sicilia, Italia y Bulgaria, donde se ganó el apodo de "devastador de búlgaros" y el puesto de comandante de la Guardia Varega por méritos propios, pero el cargo le duró más bien poco. Como buen vikingo que era, Harald consideraba el pillaje y el saqueo como derechos de conquista, como alicientes inseparables del ardor guerrero... el problema es que Miguel V, emperador bizantino que compartía el poder con Zoe, no opinaba lo mismo. El noruego fue arrestado en el año 1.041 por apoderarse de un botín que pertenecía al emperador y fue llevado a su presencia. Miguel quería pedirle explicaciones, pero Harald no era muy partidario del diálogo así que, antes de que la guardia personal del emperador pudiera reaccionar, se abalanzó sobre él y le arrancó los ojos. Inmediatamente, la guardia de Miguel V apresó al vikingo y lo arrojó enbuna celda pero menos de un año después el emperador murió y Harald aprovechó la confusión para escapar emprendiendo un viaje de retorno a Noruega que se prolongaría durante 4 años más. Su intención inicial era la de volver directamente a casa pero... bueno, era un vikingo y, si se presentaba la oportunidad de saquear algo por el camino, ¿por qué no hacerlo?
A su llegada a Noruega en el año 1.046, Harald se encontró con que las cosas habían cambiado un poco en su ausencia. El trono lo ocupaba ahora su sobrino, Magnus I, y las costumbres guerreras se habían relajado hasta límites intolerables para un vikingo. El hijo pródigo de la corona noruega era ahora un hombre inmensamente rico y Magnus accedió a venderle a venderle la mitad del reino por la mitad del botín que había acumulado en su autoexilio... o, al menos, de la parte de botín que Harald le había contado. Un año más tarde Magnus, apodado "el bueno", moría en extrañas circunstancias dejando la totalidad del reino de Noruega en manos dr Harald, quien desde entonces sería conocido por el sobrenombre de Hardrada, el despiadado.
No pasaría demasiado tiempo antes de que Harald inundara Noruega en sangre enemiga, ampliando sus dominios y embarcándose en una guerra sin cuartel con la corona danesa pero, una vez más, el reto le quedaba pequeño y había que buscar nuevos horizontes.
La oportunidad llegaría en el año 1.066 de la mano de Tostig, conde de Northumbría, quien le pidió ayuda en la guerra que mantenía contra su hermano, el rey sajón de Inglaterra, bajo la promesa de repartirse a medias los territorios conquistados en las islas británicas. Harald no lo dudó ni un segundo: reclutó apresuradamente un ejército, lo montó en sus barcos y se plantó en los dominios de Tostig con ganas de buscar una buena pelea.
Harald entró en Inglaterra mostrando su mejor tarjeta de visita: el saqueo. En pocos días incendió todas las ciudades que se interponían en su camino hacia York, arramplando de paso con cuantas riquezas se ponían al alcance de su mano. Los ingleses trataron de detenerlo en Fulford, las fuerzas noruegas doblaban a las del rey sajón y, además, el terreno elegido para el combate estaba en medio de un pantano, por lo que aquello se pareció más a una masacre que a una batalla.
Tras esta victoria, Harald entró a sangre y fuego en la ciudad de York y, con la casquería fruto de la batalla aún a sus pies, se autoproclamó rey de Inglaterra.
El reinado le duró sólo unos días. El día 25 de septiembre de 1.066, los anglosajones se hartaron de los modales del vikingo y reunieron un ejército de 7.000 hombres que salió al paso de la hueste noruega en la localidad de Stamford Bridge.
A un lado del río formaba la citada tropa sajona; al otro, 10.000 soldados comandados por Hardrada en persona. La batalla está servida.
El ataque sajón ha pillado desprevenido a Harald, pero la suerte está de su lado: al igual que en Fulford, los sajones no han sabido escoger el terreno y el puente de Stamford es el único punto posible para cruzar de una orilla a la otra. El rey vikingo envía a sus
berserkers a defender el estrecho paso. Los elegidos de Odín, aunque pocos en número, eran inigualables en arrojo y, cuando la primera gota de sangrae sajona cae sobre las losas del puente, seblanzan al combate poseídos por una furia asesina que da al cuerpo principal del ejército tiempo suficiente para organizar un fuerte muro de escudos.
Finalmente, los berserkers cayeron y los sajones cargaron a través del puente sólo para chocar contra el muro de madera y metal levantado por Harald. La batalla fue cruenta. Las bajas fueron tan numerosas que la hueste sajona se vió obligada a huír en desbandada. El rey de los vikingos había ganado una vez más... ¿o tal vez no?
Animado por el desorden de la retirada inglesa, Harald ordenó a sus soldados que cruzaran el puente en persecución de los sajones. Los hombres del norte, a los que la perspectiva de una buena escabechina les resultaba de lo más tentador, rompieron filas y salieron a terreno abierto lanzándose como lobos sobre el rebaño sajón en desbandada. Entonces, la infantería inglesa frenó su huída y plantó cara a los vikingos mientras los huscarles, la tropa de élite del rey sajón, aparecía por los flancos metiendo a Harald y sus hombres en una bolsa de muerte casi hermética.
Aquello fue una carnicería que acabó con el 90% de la tropa de ocupación noruega chapoteando en su propia sangre. Harald Hardrada cayó al suelo con una flecha sajona atravesandole la garganta. A su alrededor los hombres morían por centenares; nadie se preocupó por él hasta que un hombre de armas se dió cuenta de que había sido derribado y le preguntó por su estado. Ahogándose en su propia sangre y tratando en vano de respirar, el último rey vikingo de Noruega, se despidió de este mundo contestando con una escueta frase: "es sólo una pequeña flecha, pero está haciendo bien su trabajo".