jueves, 28 de marzo de 2013

La autocirugía como medida desesperada

A lo largo de la historia ha quedado demostrado que el cuerpo humano es una maquinaria casi perfecta que, llevando a los mandos el dominio de la mente, es capaz de llevar a buen puerto empresas a priori imposibles. Hoy, nuestro viaje nos lleva hasta los escenarios de varias de estas hazañas que tienen un componente común como punto de encuentro: la autocirugía.

Leonid Rogozov
Empezaremos hablando del caso más representativo de esta práctica como método de supervivencia. Leonid Rogozov era un aldeano nacido en una aldea siberiana tan remota que estaba más cerca de China que de la propia Moscú. En condiciones normales su destino habría estado en el campo, pero quiso el destino que Leonid naciera con una inteligencia extraordinaria que le llevó a graduarse con 19 años en el instituto de Minusinsk y a ingresar acto seguido en el Instituto Médico Pediátrico de Leningrado, donde obtuvo 6 años después un título en medicina general. Cuando hubo terminado la carrera de medicina decidió especializarse en cirugía pero, un año después, surgió en su vida la oportunidad de participar en una expedición al Ártico organizada por la unión soviética. Su mente inquieta (y las palmaditas en la espalda de los señores de la KGB, por qué no decirlo) le obligó a aceptar enrolarse en un viaje que le llevaría hasta fronteras casi inexploradas. Así, en el año 1.960, un joven Leonid de 26 años pone rumbo a la Antártida petate al hombro junto con otros doce investigadores tan entusiasmados como él mismo con la idea de pasar dos años de su vida en medio de la nada y pelados de frío.
Todo iba sobre ruedas hasta que, el la mañana del 29 de abril de 1.961, Leonid empezó a sentir unos fuertes dolores en el abdomen lo que, unido a otros síntomas, le llevó a autodiagnosticarse una peritonitis... nada grave de no ser porque él era el único médico de la expedición y porque, además, el punto de ayuda más cercano se encontraba a algo más de 3.000 kilómetros de distancia.
Al día siguiente, los dolores son ya tan fuertes que el médico se ve obligado a tomar una terrible decisión: dado que nadie está en condiciones de ayudarle, deberá operarse a sí mismo. Dicho y hecho: Leonid se recuesta en una silla delante de un espejo, pide ayuda al conductor de tractores y al meteorólogo de la estación para que le sirvan como un improvisado cuerpo de enfermería y se mete un chute de novocaína para anestesiar localmente la zona a tratar. Durante las siguientes dos horas, el médico se dedica a abrirse el abdomen y a hurgar dentro de su propio cuerpo, haciendo frecuentes pausas para descansar, hasta que quedó lo bastante satisfecho como para suturarse la incisión de 12 centímetros que se había practicado.
Leonid pasó un par de semanas convaleciente y, tras este periodo, retomó sus actividades normales en la estación antártica.
Cuando la historia llegó hasta la Rusia continental, caló tanto entre el pueblo llano que los gerifaltes soviéticos se vieron obligados a condecorar a Leonid con la Orden de la Bandera Roja del Trabajo... lo que no sirvió para licenciarle de sus trabajos en el frío hasta finales del año siguiente.

Al volver de la Antártida, Rogozov se doctoró en la universidad de Leningrado y empezó a trabajar en distintos hospitales hasta que, en 1.986, se estableció como cirujano jefe en el Instituto de Investigación Neumológica de Leningrado. Paradójicamente, Leonid moría en el año 2.000 víctima de un cáncer de pulmón que se lo llevó a la edad de 66 años.

Jerri Nielsen
El caso de nuestra siguiente protagonsista comparte numerosos paralelismos con el de Rogozov. Jerri Nielsen era una doctora estadounidense nacida en Ohio el 1 de marzo de 1.952. Durante años, trabajó duro hasta llegar a convertirse en una médico de prestigio que, cuando fue contratada para una expedición a la Antártida en 1.998, contaba con una dilatada experiencia en urgencias. Una vez allí, todo fue bien hasta que llegó la larga noche invernal durante la cual el equipo de investigación estaría físicamente aislado del mundo exterior durante 6 meses.
Fue en este periodo de tiempo cuando Jerri se detectó un bulto en el pecho. Temiéndose lo peor, empezó a hablar vía email y videoconferencia con varios colegas estadounidenses que, si bien trataron de animarla, le pidieron que enviara a casa el análisis de una muestra de tejido tan pronto como le fuera posible. Dicho y hecho: Jerri se practicó a si misma una biopsia y, luego, analizó el trozo de tejido que se había cortado al microscopio... pero el equipo que había en la estación antártica no era tan preciso como habría cabido esperar y los resultados no fueron concluyentes. Aún así, la historia de Jerri Nielsen llegó hasta los Estados Unidos y el gobierno se vió obligado a prestarle ayuda. No podían sacarla de allí en pleno invierno, pero sí podían arriesgar la vida de un piloto para que dejara caer sobre la estación un paracaídas con material médico. Con los nuevos instrumentos en sus manos, Jerri se practicó una segunda biopsia que, esta vez sí, arrojó resultados concluyentes: tenía cáncer.
Allí no había nadie que pudiera ayudarla y aquella no era su especialidad, pero ayudándose de médicos especialistas que la aconsejaron vía webcam, Jerri empezó a autosuministrarse un tratamiento de quimioterápia que se prolongó hasta que, en primavera, un avión pudo por fin tomar tierra para llevarla a suelo norteamericano, donde le fue extraído el tumor cancerígeno.

Desgraciadamente, el tratamiento llegó demasiado tarde y sólo pudo prolongar su vida unos  cuantos años más. Jerri murió en 2.009 víctima de una matástasis múltiple mediante la cual el cáncer que se había instalado en su pecho durante la aventura antártica se llevó su vida atacando otros órganos.

Bart Hughes
Como todas las experiencias extremas, la autocirugía también tiene sus "fans". Esta cuadrilla de imbéciles podría estar representada a la perfección por Amanda Feilding, una condesa británica metida a científica que, apoyando los postulados del "doctor" holandés Bart Hughes, pensaba que la solución para sus continuas fatigas estaba en la trepanación. Buscó durante cuatro años a un médico que se ofreciera a llevar a cabo la operación pero, como es lógico, ningún doctor medianamente respetable aceptó el trato así que, en 1.970, Amanda se plantó ante un espejo armada con un torno de dentista y se abrió un agujero en la frente que, según ella, debía permitir una mejor circulación intracraneal y llevarla a niveles de consciencia hasta entonces desconocidos. Al fin y al cabo Hughes ya lo había hecho antes... ¿por qué ella no?
Amanda no se quedó ahí. Con su flamante boquete nuevo en la frente, se presentó dos veces al parlamento británico liderando al partido "Trepanación para la Salud Nacional" que, como era de esperar, fracasó estrepitosamente.

miércoles, 20 de marzo de 2013

La guerra del emú

Hoy vamos a hablar de una de las guerras más descabelladas de la historia. Todo empezó cuando, tras la I Guerra Mundial, un sinfín de excombatientes australianos y de veteranos británicos se vieron sin nadie a quien matar y decidieron dedicarse al noble oficio de cultivar la tierra en las inmensas llanuras de Australia occidental. Hasta aquí todo bien, pero en 1.929 la Gran Depresión golpeó al mundo y las cosechas empezaron a caer por falta de inversión. Ante esta coyuntura, el gobierno australiano prometió a los granjeros numerosos subsidios para la mejora de los cultivos, por lo que los terratenientes invirtieron hasta su último dólar con la esperanza de que el gobierno cumpliera su palabra... el problema es que los subsidios nunca llegaron y, además, la superproducción de cereales derivadas de este hecho hizo que su precio cayera en picado, por lo que los años siguientes las siembras fueron cada vez menos generosas.
Emú en libertad
Así llegamos al año 1.932. En esta fecha, los granjeros no podían exprimir sus cosechas ni un ápice más y, por si esto fuera poco, el fenómeno anual de la migración del emú (unas aves parecidas al avestruz autóctonas de Australia) trajo consigo un número nada desdeñable de 20.000 ejemplares que campaban a sus anchas por los campos de cultivo picoteando lo poco que crecía en la tierra.
El problema era grande y los excombatientes no eran muy amigos del pensamiento racional, así que pidieron al ministro de defensa australiano que desplegara ametrralladoras en su territorio para disparar a discreción contra aquellos bichos. Una locura, ¿no? Pues no: el ministro aceptó con la condición de que las ametralladoras fueran manejadas por personal militar y de que deberían ser los propios granjeros los que alimentaran a los soldados desplegados en sus tierras. Así, el 2 de noviembre de 1.932, comenzaba la guerra del emú.

En un lado del campo de batalla, 20.000 pájaros picando el suelo; en el otro, un comandante y dos soldados en prácticas con un par de ametralladoras  Lewis... va a ser una batalla épica.

El día 8 de noviembre, 6 días después del inicio de la ofensiva, el comandante Meredith envía su primer reporte oficial al ministerio de defensa informando de lo evidente: sus hombres no han sufrido bajas, pero sus tácticas están demostrando ser ineficientes. En menos de una semana las Lewis han escupido 2.500 cartuchos y sólo han conseguido abatir un número que oscila entre los 50 y los 300 emús. Las emboscadas también han fracasado, pues en cuanto los pájaros oyen el primer disparo se dispersan corriendo asustados y no presentan un blanco en bloque... Meredith debe estar ciertamente desconcertado.
Ametralladora Lewis

La contienda se prolongó hasta el día 10 de diciembre arrojando un escalofriante recuento de 986 pájaros muertos con los 9.860 cartuchos disparados, es decir, que se necesitaron exactamente 10 cartuchos para derribar cada pájaro. La "guerra del emú" duró un mes y 8 días y en ella fue necesario disparar casi 10.000 balas para dar muerte a un 50% de los animales que habían arrasado las cosechas. Pero esperen, no se retiren todavía, que aún queda un último dato: ante el desastre en el que se había convertido aquella cacería, el ministro de defensa ordenó la retirada reconociendo la victoria de los emús sobre el ejército australiano. Como última pincelada, vamos a despedir el artículo con las palabras que el propio Meredith dijo en un irrisorio intento de justificar su fracaso: "Si tuviésemos una fuerza militar con la capacidad de absorver munición de estas aves, podría enfrentarse a cualquier ejército del Mundo. Afrontan las ametralladoras con la invulnerabilidad de un tanque, son como los Zulus, ni siquiera las balas expansivas pueden pararlas".

jueves, 14 de marzo de 2013

Harald Hardrada, un rey entre vikingos

Hoy viajaremos al siglo XI por un camino que nos llevará desde el extremo norte de la vieja Europa hasta el corazón de una Inglaterra devastada pasando por el Mediterráneo y por los oropeles que envolvían la eterna Bizancio. Hoy hablaremos de un guerrero entre guerreros, de un hombre capaz de poner a sus pies un reino con la fuerza de su brazo. Hoy hablaremos de Harald Hardrada, el último rey vikingo de Noruega.

Batalla de Stiklestad
Nuestra historia comienza en un campo de batalla cercano a la localidad de Stiklestad en el año 1.030. Allí, Olaf II, rey de Noruega, observa respaldado por 3.600 hombres cómo forma ante él una hueste de campesinos que ronda los 14.000 efectivos. Olaf sabe que no puede ganar pero, aún así, ordena a sus hombres que formen un muro de escudos mientras ve, henchido de orgullo, cómo su hermanastro de apenas 15 años empuña la lanza y se une en silencio a la soldadesca. Sonríe; no tiene miedo, pues sabe que le aguarda la vida eterna, así que cuando el rey ordena el avance empieza a caminar sin vacilar, ajustando su paso al de los hombres de armas para no romper el muro de escudos.
La batalla va a producirse porque Olaf (de confesión cristiana) ha decidido que ya va siendo hora de que sus súbditos abandonen el paganismo... lo malo es que los campesinos aferrados a las viejas costumbres no están muy por la labor de dejarse evangelizar, pero Harald, pues así se llama el muchacho, no entiende aún de política. Por lo que a él respecta, la lucha debe tener lugar porque el rey, su hermanastro, así lo ha ordenado.
El choque de escudo contra escudo saca al chico de sus pensamientos y le devuelve a la realidad con un castañeteo de dientes. Una lanza aparece por encima del escudo de su adversario y le abre una herida de consideración pero Harald, sumergido de lleno en el fragor del combate, ni siquiera lo nota y, en lugar de protegerse tras el borde reforzado de su parapeto, empuña su propia lanza por debajo del muro rival rajando el abdomen de su oponente de parte a parte y desparrando sus vísceras sobre el suelo sólo para que otro campesino armado ocupe el lugar del finado. A lo largo de toda la línea, los soldados de Olaf (bastante mejor entrenados y pertrechados que sus contrincantes) despachan granjeros a un ritmo tan alto que los hombres de armas empiezan a creer que la victoria es posible.
Harald sangra abundantemente, pero no le importa: el frenesí de la batalla se ha apoderado de su mente y no deja pasar ninguna sensación más; ahora lo único que importa es aniquilar a los rebeldes. El sudor apelmaza sus cabellos bajo el casco y una sonrisa blanca parte su cara como un tajo entre las salpicaduras de sangre enemiga. Harald está en su esplendor. De repente, un aullido parte desde el otro lado de la línea: el rey ha recibido un lanzazo en la rodilla y los rebeldes han aprovechado su caída para asaetearlo hasta la muerte. Ante la noticia que se propaga como la pólvora por el muro de escudos, Harald pierde la concentración un segundo, el tiempo justo para que el borde herrado de una rodela impacte contra su mandíbula y le derribe sin conocimiento saltándole de paso un par de dientes.

Olaf II "el Santo"
Cuando el joven se despierta, el campo de batalla está desierto de combatientes. En el aire calmo de la tarde suenan como truenos los graznidos de los cuervos, que compiten con los aullidos lastimeros de los moribundos en una cacofonía infernal. Se levanta, terriblemente dolorido pero consciente de que su hermanastro ha muerto en combate. ¿Qué debía hacer ahora? ¿Qué iba a ser de él? No lo sabe, pero si tiene una cosa clara: no está dispuesto a ser el portador de la mala nueva, a volver a su casa con la vergüenza de la derrota y de la muerte del rey. Ha llegado la hora de partir en busca de nuevos horizontes.

Tras la batalla de Stiklestad, solo y sin nada que perder, Harald vagó por los territorios de la actual Rusia ofreciendo su espada y su lanza al mejor postor. Su experiencia en combate era corta, pero sus habilidades y la locura que se apoderaba de él en el campo de batalla le ayudaron a labrarse un nombre y, rápidamente, su cotización empezó a subir como la espuma. Los señores se peleaban por contratar los servicios de aquel hombre, un vikingo llegado del norte que pujaba al alza y al que le importaba bien poco el resultado de las batallas en las que participaba. Su día a día se limitaba a sobrevivir y matar a tantos enemigos como fuera posible pero, poco a poco, los conflictos entre rus se le fueron quedando pequeños así que, en el año 1.035, se echó el petate al hombro y se plantó ante las puertas de Bizancio.

Harald se había labrado una reputación en Rusia, pero esta no le servía de nada en el corazón del imperio: había que empezar de nuevo desde el escalón más bajo, pero la adversidad nunca constituyó un obstáculo para nuestro protagonista, así que se alistó en la Guardia Varega al servicio de la emperatriz Zoe Porfirogeneta.
Las cosas empezaban a funcionar bien una vez más. Harald tuvo pronto la oportunidad de demostrar su valía en las campañas de Anatolia, Sicilia, Italia y Bulgaria, donde se ganó el apodo de "devastador de búlgaros" y el puesto de comandante de la Guardia Varega por méritos propios, pero el cargo le duró más bien poco. Como buen vikingo que era, Harald consideraba el pillaje y el saqueo como derechos de conquista, como alicientes inseparables del ardor guerrero... el problema es que Miguel V, emperador bizantino que compartía el poder con Zoe, no opinaba lo mismo. El noruego fue arrestado en el año 1.041 por apoderarse de un botín que pertenecía al emperador y fue llevado a su presencia. Miguel quería pedirle explicaciones, pero Harald no era muy partidario del diálogo así que, antes de que la guardia personal del emperador pudiera reaccionar, se abalanzó sobre él y le arrancó los ojos. Inmediatamente, la guardia de Miguel V apresó al vikingo y lo arrojó enbuna celda pero menos de un año después el emperador murió y Harald aprovechó la confusión para escapar emprendiendo un viaje de retorno a Noruega que se prolongaría durante 4 años más. Su intención inicial era la de volver directamente a casa pero... bueno, era un vikingo y, si se presentaba la oportunidad de saquear algo por el camino, ¿por qué no hacerlo?

Harald coronado
A su llegada a Noruega en el año 1.046, Harald se encontró con que las cosas habían cambiado un poco en su ausencia. El trono lo ocupaba ahora su sobrino, Magnus I, y las costumbres guerreras se habían relajado hasta límites intolerables para un vikingo. El hijo pródigo de la corona noruega era ahora un hombre inmensamente rico y Magnus accedió a venderle a venderle la mitad del reino por la mitad del botín que había acumulado en su autoexilio... o, al menos, de la parte de botín que Harald le había contado. Un año más tarde Magnus, apodado "el bueno", moría en extrañas circunstancias dejando la totalidad del reino de Noruega en manos dr Harald, quien desde entonces sería conocido por el sobrenombre de Hardrada, el despiadado.

No pasaría demasiado tiempo antes de que Harald inundara Noruega en sangre enemiga, ampliando sus dominios y embarcándose en una guerra sin cuartel con la corona danesa pero, una vez más, el reto le quedaba pequeño y había que buscar nuevos horizontes.
La oportunidad llegaría en el año 1.066 de la mano de Tostig, conde de Northumbría, quien le pidió ayuda en la guerra que mantenía contra su hermano, el rey sajón de Inglaterra, bajo la promesa de repartirse a medias los territorios conquistados en las islas británicas. Harald no lo dudó ni un segundo: reclutó apresuradamente un ejército, lo montó en sus barcos y se plantó en los dominios de Tostig con ganas de buscar una buena pelea.

Harald entró en Inglaterra mostrando su mejor tarjeta de visita: el saqueo. En pocos días incendió todas las ciudades que se interponían en su camino hacia York, arramplando de paso con cuantas riquezas se ponían al alcance de su mano. Los ingleses trataron de detenerlo en Fulford, las fuerzas noruegas doblaban a las del rey sajón y, además, el terreno elegido para el combate estaba en medio de un pantano, por lo que aquello se pareció más a una masacre que a una batalla.
Tras esta victoria, Harald entró a sangre y fuego en la ciudad de York y, con la casquería fruto de la batalla aún a sus pies, se autoproclamó rey de Inglaterra.
El reinado le duró sólo unos días. El día 25 de septiembre de 1.066, los anglosajones se hartaron de los modales del vikingo y reunieron un ejército de 7.000 hombres que salió al paso de la hueste noruega en la localidad de Stamford Bridge.
A un lado del río formaba la citada tropa sajona; al otro, 10.000 soldados comandados por Hardrada en persona. La batalla está servida.

Batalla de Stamford Bridge
El ataque sajón ha pillado desprevenido a Harald, pero la suerte está de su lado: al igual que en Fulford, los sajones no han sabido escoger el terreno y el puente de Stamford es el único punto posible para cruzar de una orilla a la otra. El rey vikingo envía a sus berserkers a defender el estrecho paso. Los elegidos de Odín, aunque pocos en número, eran inigualables en arrojo y, cuando la primera gota de sangrae sajona cae sobre las losas del puente, seblanzan al combate poseídos por una furia asesina que da al cuerpo principal del ejército tiempo suficiente para organizar un fuerte muro de escudos.
Finalmente, los berserkers cayeron y los sajones cargaron a través del puente sólo para chocar contra el muro de madera y metal levantado por Harald. La batalla fue cruenta. Las bajas fueron tan numerosas que la hueste sajona se vió obligada a huír en desbandada. El rey de los vikingos había ganado una vez más... ¿o tal vez no?
Animado por el desorden de la retirada inglesa, Harald ordenó a sus soldados que cruzaran el puente en persecución de los sajones. Los hombres del norte, a los que la perspectiva de una buena escabechina les resultaba de lo más tentador, rompieron filas y salieron a terreno abierto lanzándose como lobos sobre el rebaño sajón en desbandada. Entonces, la infantería inglesa frenó su huída y plantó cara a los vikingos mientras los huscarles, la tropa de élite del rey sajón, aparecía por los flancos metiendo a Harald y sus hombres en una bolsa de muerte casi hermética.
Aquello fue una carnicería que acabó con el 90% de la tropa de ocupación noruega chapoteando en su propia sangre. Harald Hardrada cayó al suelo con una flecha sajona atravesandole la garganta. A su alrededor los hombres morían por centenares; nadie se preocupó por él hasta que un hombre de armas se dió cuenta de que había sido derribado y le preguntó por su estado. Ahogándose en su propia sangre y tratando en vano de respirar, el último rey vikingo de Noruega, se despidió de este mundo contestando con una escueta frase: "es sólo una pequeña flecha, pero está haciendo bien su trabajo".

miércoles, 6 de marzo de 2013

Leslie Lemke, Kim Peek y otros savants prodigiosos

El síndrome del sabio (o savant) es una patología que provoca efectos tan diversos como otorgar al individuo que lo padece unas habilidades extraordinarias para las artes, una facilidad insultante para el cálculo matemático o una agudización de los sentidos hasta límites insospechados. Con esta descripción, el savantismo podría considerarse más como un don divino que como una enfermedad pero si, además, añadimos que el síndrome del sabio viene acompañado de dolencias tan severas como el autismo la cosa ya no pinta tan bien, ¿verdad? Hoy vamos a dedicar unas líneas a esos "pobres genios" capaces de obrar prodigios inimaginables sin siquiera proponerselo y, lo que resulta aún más triste, sin ser plenamente conscientes de ello en la mayoría de los casos.

Leslie Lemke
Empezaremos este viaje contando la historia de uno de los exponentes más claros del síndrome. Leslie, pues así se llana nuestro primer protagonista, nació en una clínica de Milwakee el día 31 de enero de 1.952. Quiso el destino que, nada más nacer, le fuera diagnosticada una parálisis cerebral y un fuerte glaucoma que obligó a los médicos, limitados por los avances técnicos de la época, a sacarle los ojos. Por si esto fuera poca desgracia para Leslie, su madre biológica decidió desprenderse de él y darlo en adopción en cuanto el equipo médico informó de su situación. Por suerte, una enfermera llamada May Lemke se compadeció del crio y lo adoptó cuando este contaba con seis meses de edad.
A partir de este momento y aunque Leslie tenía por fin una madre, las cosas empezaron a complicarse cada vez más. Pese a los cuidados de May, la evolución de Leslie estaba siendo más lenta de lo esperado en un principio... mucho más lenta: hasta los 7 años, nuestro protagonista no hizo sonidos ni movimientos de ningún tipo; sobrevivía únicamente gracias a la comida que la señora Lemke empujaba pacientemente por su garganta. Durante los 8 años siguientes el avance no fue mucho más alentador. Leslie empezaba a mostrar síntomas de que percibía algo más allá de su mundo interior, sí, pero no fue capaz de mantenerse en pie hasta los 12 años y no empezó a caminar hasta los 15.
La historia no pintaba demasiado bien... pero hete aquí que una noche, cuando Leslie tenía 16 años, May se despertó sorprendida por los acordes del concierto para piano número 1 de Tchaikovsky. Aquella música venía de su sala de estar... ¿que estaba pasando? Cuando May llegó al salón, la estampa que encontró no pudo ser más sorprendente: Leslie, sentado ante el piano con la mirada vacía perdida en el infinito, reproducía a la perfección la obra clásica que sólo había escuchado una vez por televisión.
May Lemke había descubierto por fin una pasíon en su hijo, un síntoma de humanidad que se mostró decidida a explotar enseñando a su hijo vídeos y canciones de todos los estilos, desde la música clásica hasta las vanguardias de la época. Leslie lo absorvía todo como una esponja sedienta de conocimiento y sus avances se produjeron a un ritmo vertiginoso hasta que llegó a dominar un amplísimo abanico de estilos musicales. Pero el piano no ayudó sólo al aprendizaje musical de Leslie, sino que contribuyó de manera decisiva a su desarrollo hasta el punto de que llegó a actuar en shows televisivos e incluso a dar giras a nivel mundial.
Leslie había encontrado por fin una razón para vivir, para luchar y para evolucionar... y vaya si lo hizo. Ante el piano, nuestro protagonista se transformaba por completo, abandonando su mundo interior para comunicarse tocando, riendo o cantando la letra de las canciones que interpretaba. Pero las desgracias nunca vienen solas y Leslie tuvo la desgracia de desarrollar un fuerte alzheimer que se lo llevaría a la tumba el día 6 de noviembre de 1993, cuando contaba tan solo con 41 años de edad.

Vamos a saltar ahora a la historia del hombre que inspiró el personaje de Dustin Hoffman en la película Rain Man. Si lo de Leslie Lemke es alucinante, las habilidades desarrolladas por Kim Peek son, directamente, increíbles.

Kim Peek
Kim nació el día 11 de noviembre de 1.951 en la ciudad americana de Salt Lake City. No padeció autismo, pero tenía severos daños cerebrales y macrocefalia, lo que dejó al pobre Kim con un cociente intelectual de apenas 73 puntos cuando una persona normal anda en torno a los 100. Además de esto, apenas era capaz de abrocharse la camisa por sí solo y el hecho de tener que atarse los cordones se convertía para él en un reto imposible de superar... pero esto no fue óbice para que su cerebro dañado se desarrollase en otras direcciones. En su etapa de "máximo esplendor", Kim era capaz de leer dos páginas cada ocho segundos utilizando un ojo para la lectura de cada página; es decir, no necesitaba comprender lo que leía sino que sus ojos actuaban como un escáner que, al pasar sobre las páginas, almacenaba en su cerebro la información. Esta curiosa facultad propició que Kim recordase palabra por palabra el 98% de los 12.000 libros que había leído a lo largo de su vida. No necesitaba esforzarse para retener la información y tampoco para exponerla... simplemente, los datos estaban ahí.
El desarrollo social de este savant se vió también reforzado por la explotación de sus habilidades, pues hacía demostraciones públicas en las que enseñaba al mundo que tenía, por poner un ejemplo, un calendario de 10.000 años en la cabeza; de modo que si una persona le decía su fecha de nacimiento él era capaz de contestar qué día de la semana fue, qué hechos reseñables ocurrieron en dicha fecha e incluso qué día de qué año debía jubilarse esa persona. Dicho todo esto, no es de extrañar que Kim fuera también capaz de resolver rápidamente cualquier cálculo matemático que se le propusiera como reto, pero lo que sí resulta increíble es que, además, retenía en su cerebro un mapa perfecto de los Estados Unidos: bastaba preguntarle por una dirección (aunque estuviera en la otra punta del país, aunque él nunca hubiera estado allí) para que relatara cómo llegar al destino exponiendo un nivel de detalle en sus explicaciones que incluía en que calle se debía girar o qué carretera había que seguir.
El cerebro de Peek fue estudiado durante toda su vida por organismos tan internacionalmente reconocidos como la NASA pero, lamentablemente, Kim murió víctima de un infarto de miocardio en un hospital de Salt Lake City antes de que las pruebas pudiesen arrojar resultados concluyentes sobre el origen de sus extraordinarias capacidades.

Este "viaje por los sabios" no trata sólo de historias tristes que terminan mal, sino que también nos habla de superación, esfuerzo y valentía. Como ejemplo de estos tres valores podemos hablar de Stephen Wiltshire, un niño nacido en Londres en 1.974 que ha pasado de no poder comunicarse a ser uno de los artistas más reconocidos a nivel mundial.
Stephen nació aparentemente sano, pero el paso del tiempo fue dejando al descubierto sus carencias. A la edad de 3 años aún no había pronunciado una sola palabra, por lo que sus padres le llevaron al centro médico en el que fue diagnosticado de autismo lo que, desgraciadamente, coincidió con la muerte de su padre en un accidente de tráfico. Su madre se ocupó de su educación durante dos años más pero, cuando Stephen tenía 5 años, se vió finalmente sobrepasada por las circunstancias y envió a su hijo a la escuela Queensmill, una institución especializada en el desarrollo de niños con problemas de autismo.
Stephen Wiltshire
Allí, al pequeño Stephen se le abrieron las puertas de la que sería su gran pasión: el dibujo. Mediante el trazo adquirió la capacidad de comunicarse con los demás, habilidad que no sería capaz de expresar verbalmente hasta los 9 años. Al año siguiente Stephen dibujó una serie de ilustraciones qeu reflejaban los monumentos más importantes de Londres. Él aún no lo sabía, pero aquella serie sería el inicio de una carrera artística que se prolonga hasta el día de hoy.
Su especialidad consiste en plasmar de memoria y con una fidelidad extrema paisajes urbanos que sólo ha visto una vez durante un periodo de tiempo mínimo. Para muestra, un botón: en 2005 dibujó durante 7 días una panorámica de la ciudad de Tokio sobre un lienzo de 10 metros de largo tras dar un corto paseo en helicóptero sobre la ciudad. Este mismo procedimiento ha sido puesto a prueba en ciudades como Hong Kong, Madrid, Dubai o Roma llegando en este ultimo caso a plasmar sobre su lienzo detalles retenidos durante el vuelo como, por ejemplo, el número exacto de columnas del Panteón de Agripa. A día de hoy, Stephen Wiltshire tiene su propia galería permanente en Londres y ha sido galardonado con la prestigiosa Órden del Imperio Británico por su contribución al arte inglés.

Por último (que no por ello menos importante), vamos a hacer una pequeña visita a la historia de Matt Savage, nacido en Sudbury, Massachusetts, en el año 1.992. Savage padece una forma leve de autismo pero, a difierencia de lo que pasaba con Kim Peek, la inteligencia de este savant es elevadísima. Tanto es así que Matt empezó a caminar a una edad en la que la gran mayoría de los niños casi no se mantienen en pie y aprendió a leer antes de haber cumplido los 18 meses. A los 6 años había aprendido a leer partituras de piano sin que nadie le enseñara y alos 7 años había ingresado en el Conservatorio New England de Boston tras haber descubierto la magia del jazz. Desde entonces Matt se ha dedicado a componer e interpretar su música ante mandatarios y celebridades de todo el mundo.